Una sábado
a la noche, a principios de la década del 90, me tenía que
encontrar con mis amigos en un club lujanense, de esos de los que ya
hablé acá, para escabiar algo antes de ir al boliche. Mis ansias me
hicieron llegar temprano. Era un club de borrachines, pero esa
noche había un solo bebedor, sentado en una mesa, viejo y panzón, a
quien conocía de vista, seguramente de verlo ahí mismo en alguna
ocasión.
Pedí una
birra y me senté cerca. El viejo me invitó a sentarme
a su mesa. No creí que pudiéramos tener una charla sobre rock
progresivo o libros, que eran los temas de los cuales me gustaba
hablar, pero más por respeto que por ganas, acepté su invitación.
No recuerdo
cómo surgió, pero me contó que había combatido en la Segunda
Guerra Mundial, y lo horroroso que eso había sido para él. Me dijo
que varios amigos habían muerto en sus brazos con heridas
horripilantes, así como muchos otros que no eran sus
amigos pero
que igual los conocía; que nunca se iba a olvidar del olor a carne
quemada, que ese olor era el más horrible del mundo, y que ver
amigos suyos a los que les faltaba una parte de su cuerpo o tenían
destruídos algunos órganos le daba una impotencia feroz, porque su
naturaleza lo impulsaba a tratar de sanarlos, pero no podía hacer
nada más que acariciar a la persona que se iba a morir en pocos
minutos. Me contó que una vez terminada la guerra entraron a un
campo de concentración abandonado, y encontraron miles de cuerpos
muertos, apilados, raquíticos, esqueléticos, como formando una torre. La pila de cuerpos se movía, y no sabían si era por lo
mismo que se puede mover una torre de cartas, o si algunos estaban
vivos todavía, o si sus propios pasos (que daban mientras vomitaban)
provocaban ese movimiento. Me dijo que en diferentes momentos de la
guerra pasó hambre, pero hambre de verdad, y que durante varios días
se alimentó de raíces de árboles. Me dijo que luego, al volver,
antes de venirse a vivir a Argentina, tuvo colapsos nerviosos
durísimos, durante años (ahora pienso que quizás tuvo ataques de
pánico.) Y me contó que lo peor fue que al volver, encontró que la
gente no lo entendía. Solo podía hablar con ex combatientes, ya que
al resto de la gente con los que quería compartir estas historias,
parecían no entenderlo o no poder llegar a percibir todo el dolor
que él había sentido y absorbido, y que la incomprensión que
sentía por parte del resto del mundo multiplicaba su dolor. No me lo
dijo, pero entendí que sentía que debían respetarlo más por todo
lo que había vivido. Se hizo un fondo blanco del vaso de vino que
estaba tomando. Habían pasado más de 45 años del fin de la Segunda
Guerra Mundial.
Le dije que
yo podía entenderlo y se me ocurrió preguntarle si él bebía para
tapar el dolor. Pareció sorprendido con mi pregunta (no enojado)
como si nunca hubiese relacionado el dolor con el vino. Me retrucó
que mi pregunta era boluda, ya que en lugar de estar tapando el
dolor, el vino se lo había hecho abrir, soltar el dolor contándomelo
a mí. Le dije que tenía razón, pero que el dolor mental era algo
que uno debía manejar, inspeccionar, preguntarse sus causas y
consecuencias, tratar de apaciguar, tratar de no trasladarlo a los
demás, en fin... seguramente algunas ideas que tenía en ese momento
por haber leído a algún gurú de la India.
En retrospectiva, hoy me veo como un pendejo boludo que intentó
explicarle algo a un hombre muy experimentado. La verdad es que le
dije lo primero que se me ocurrió.
Llegaron
mis amigos y me fui a una mesa con ellos. No recuerdo qué pasó esa
noche, seguramente me habré emborrachado, habré ido al boliche, y
me habré vuelto fracasado y cagado de frío. Pero sí recuerdo que
al otro día, domingo, después de almorzar, me acosté en mi cama
con el estómago revuelto, y la resaca era distinta. Las palabras del
viejo se repetían en mi cerebro, se cruzaban, me azotaban, y me
daban la sensación que nunca iba a poder sacármelas de la cabeza.
Me pregunté por qué la vida era tan “¿injusta?” con algunos,
por qué a mí casi no me habían pasado desgracias y a otra gente
tantas. ¿Acaso se debía a algo karmático? ¿Acaso me tocaría
pagarlas todas juntas en algún momento? ¿Por qué había recibido
tanta información? ¿Qué debía hacer con ella? Por aquellos
tiempos yo tenía una filosofía que más o menos me hacía pensar
que todo lo que pasaba era por algún motivo, que la casualidad no
existía, y que por lo tanto el encuentro con el viejo (y su apertura
para contarme esas cosas) debía ser por alguna razón que debía descubrir. Desesperado, buscando
una solución para el barullo mental de esa tarde resacosa de
domingo, se me ocurrió “meter el conocimiento del dolor de ese
viejo en mis huesos”. Es decir, yo lo comprendía (aunque su
historia no me causó dolor), pero si podía meter esa historia en
mis huesos, quizás me iba a servir para que cuando me tocase sufrir,
poder acordarme de ese dolor (que seguramente iba a ser más chico
que el dolor del viejo), y de esa manera atenuar mi propio dolor.
Pensé eso y los recuerdos de la noche anterior se fueron
desvaneciendo al igual que la resaca, que en aquel tiempo duraba
menos.
Pasaron
25 años desde ese momento, y no tuve que recordar muchas veces el
dolor del viejo ese. Tuve dolores propios, sí, por supuesto. Amores
no correspondidos, algunas chicas que me forrearon, y otras molestias
menores. Etapas de bajón donde uno se pregunta “¿Qué estoy
haciendo con mi vida?” Entiendo que fueron dolores pequeños
comparados con las historias de otras personas. Sin embargo siempre me
pregunto cómo se mide. El dolor es algo tan íntimo y no hay un
medidor de dolor. ¿Cómo sabemos si el dolor de un chico al que no
le compran el juguete que desea es mayor o menor del de alguien que
perdió un ser querido? ¿Cómo sabemos que el dolor de alguien que
se descubre cornudo es mayor o menor que el que siente un jugador de
fútbol que erró un penal definitorio? ¿Enterarse que tenés cáncer
provoca más o menos dolor que matar a alguien sin querer? ¿Para qué querríamos medirlo? Podemos
imaginarlo pero no lo sabemos a ciencia cierta. No hay medidor de
dolor porque es algo muy interno, muy íntimo, y que surge de la
correspondencia o no con ciertas expectativas que uno tiene. La
actitud con la que encaramos nuestros dolores tiene mucho que ver.
Ver el vaso “medio lleno” o “medio vacío” seguro que tiene
algo que ver con la intensidad con la que nuestro dolor nos joderá,
más allá de las causas que lo hayan provocado, más allá de su intensidad "real".
Por
último quiero recordar una canción muy desconocida e impresionante
de Fito Páez. Se llama “El Dolor”, es del año 2013, y la
primera vez que la escuché no podía creer estar escuchando algo así
(algo muy distinto a las canciones que escuchamos habitualmente.) La
escuché en mi auto y la tuve que escuchar varias veces seguidas. Y
unos días después se la hice a escuchar a una chica y se largó a
llorar. Era una chica muy sensible.
EL
DOLOR – FITO PÁEZ (2013)
Lento...
el dolor atraviesa la rosa de mi noche
Despiadado, incesante, asesino, parecido a nada
Con tu rostro que hoy es el suyo.
De pensar en algo, pensaría en nuestra primera luna
Pero me salta tu mano en su bragueta,
Y eso es una cuchilla lenta, despiadada, incesante, asesina.
Movería casi todo de lugar para volver un momento a revivir
Aquel primer segundo de maravillosa gloria
Pero hoy solo tengo la indiferencia del dueño con el perro
Inmóvil, lenta, despiadada, incesante, asesina y antes que cante el gallo
Me prometo no volver a enamorarme de ti
Despiadado, incesante, asesino, parecido a nada
Con tu rostro que hoy es el suyo.
De pensar en algo, pensaría en nuestra primera luna
Pero me salta tu mano en su bragueta,
Y eso es una cuchilla lenta, despiadada, incesante, asesina.
Movería casi todo de lugar para volver un momento a revivir
Aquel primer segundo de maravillosa gloria
Pero hoy solo tengo la indiferencia del dueño con el perro
Inmóvil, lenta, despiadada, incesante, asesina y antes que cante el gallo
Me prometo no volver a enamorarme de ti
Ni
de nada que aterrorice tanto.
Lento el dolor hace su trabajo sucio, el que nadie quiere
En la silla el soldado sin piernas
En el estomago del pibe con el chungo en la mano,
Durante el día y la noche
En el corazón de los lúcidos,
En la boca de los subtes, en el rancho
Y es una bestia tan grande
Que uno prefiere adaptarse pronto a ella
Y hacer de cuenta que no está, pero está…
Y en la mañana se llama Dolor El Magnífico
Y
tiene el reuma en la columna
Y varices en las piernas
Y ahora tiene mi rostro que es el tuyo también
Se mueve con la libertad de un chicle,
Se pega se estira, cambia de forma
Y vive aquí en el centro de nuestro corazón.
Y varices en las piernas
Y ahora tiene mi rostro que es el tuyo también
Se mueve con la libertad de un chicle,
Se pega se estira, cambia de forma
Y vive aquí en el centro de nuestro corazón.
Ahh! el dolor, ¿Quién le puso la cirrosis a mi hermano?
¿Su jefe,? ¿Su mujer? ¿Sus fantasmas? ¿La desesperación?
¿El tren que nunca llega? ¿La cárcel? ¿El manicomio?
¿Las pastillas? ¿El tabaco?
Ahh!
¿Quién le puso el cáncer a mi madre?
¿El hombre que amó y no la quiso?
¿Rosario? ¿La naturaleza? ¿Un error médico? ¿Su madre?
¿El hombre que amó y no la quiso?
¿Rosario? ¿La naturaleza? ¿Un error médico? ¿Su madre?
¿Su
profesor de piano? ¿La mediocridad?
En fin no hay remedio hoy conocido
Ni significado de su origen en el mercado,
Solo sé que lento, el dolor atraviesa la noche de mi rosa…
En fin no hay remedio hoy conocido
Ni significado de su origen en el mercado,
Solo sé que lento, el dolor atraviesa la noche de mi rosa…
2 comentarios:
Muy buena historia che, llena de sensaciones.
Me gustan los bares de borrachines, grandes personajes se encuentran
Voy a recorrer tu blog para ver lo que publicaste anteriormente
Saludos!
Gracias Frodo! Yo también voy a recorrer el tuyo.
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