miércoles, 1 de septiembre de 2010

Amor De Nueve Años





A fines de 1978, cuando estaba en primer grado, me enamoré perdidamente de una compañera. La veía hermosa, hermosísima, y además era la mejor alumna y la más prolija, la preferida de las maestras. La recuerdo con su guardapolvo blanco, siempre impecable, y su pelo lacio, con dos colitas, a veces con moños marrones y otras azules.

La dictadura militar mostraba coletazos en la escuela pública, así que debíamos ir engominados y con corbata, formar fila, tomar distancia, y saludar de pie con un “Bue-nos-dí-as-se-ño-ri-ta”. Pero a mí la represión no me importaba, porque estaba enamorado y, además, nunca me había imaginado otro sistema. En ese estado, consumiéndome por dentro, pasé segundo y tercer grado. Ella se sentaba en la otra punta, y ni me miraba. Quizás ni siquiera sabía mi nombre.

Hasta que en cuarto grado, en 1981, cuando tenía 9 años, algo iba a cambiar. Sucedió que nos tocó una de las pocas aulas que tenían bancos para dos, y la maestra decidió sentarnos de forma mixta, y cambiarnos cada dos o tres semanas. En la primera tanda no me tocó con ella, pero me quedé tranquilo sabiendo que, a ese ritmo, alguna vez me iba a tocar. El deseo se concretó a fines del mes de abril, recién en el tercer cambio. Aún recuerdo a la maestra designando las parejas: habíamos quedado pocos y, cuando me ordenó que me siente con ella, fuegos artificiales estallaron en mi interior. Encima, nos sentó en la fila contra la pared, y en el último banco. Dios escuchaba las plegarias, era cierto.

La suerte estaba de mi lado en 1981, y a los pocos días de empezar a disfrutar la cercanía de la chica que me desvelaba, la maestra nos dio una excelente noticia: pedía licencia por enfermedad. Al día siguiente vino la suplente, que tuvo la sagrada idea de no cambiarnos de lugar. Las dos o tres semanas se estiraban y yo era el chico más feliz del mundo, de verdad. Y todavía hubo más: la licencia de la titular se alargó hasta casi fin de año, así que me pasé todo el año compartiendo banco con la dueña de mi corazón. Estoy seguro que en mis 24 años de educación formal (entre 1974 y 1998), 1981 fue el único año que iba contento a cumplir con mis obligaciones, el único año que no me deprimí cuando se terminaron las vacaciones de invierno.

Pegamos buena onda enseguida, mucho más que en mis mejores sueños. Al principio, capté su atención mostrándole las historietas que yo hacía en ese momento, que estaban inspiradas en los Autos Locos, otras historietas de Hanna-Barbera y algunos programas de Roberto Gomez Bolaños. Sus elogios desmedidos hacia mi humilde trabajo, fortalecieron mi faceta artística, la cual se multiplicó con el exclusivo objeto de mostrarle mis producciones. Además de las historietas creadas por mí, tenía otro cuaderno donde copiaba tapas de otras historietas, y ella también los ponderaba. No solo era la chica cuya simple mirada generaba adrenalínicos efectos en mi corazón, sino que además elogiaba mis historietas y se reía de mis ocurrencias. Era la chica perfecta, sin dudas.

Comencé a corromperla un poco también. Ella, que siempre era tan aplicada y prestaba tanta atención en clase, comenzó a distraerse, entretenida con tanta charla. Pero la suerte seguía de mi lado, y la suplente nos veía charlar pero no nos reprendía porque sabía que ninguno de los dos teníamos problemas de aprendizaje. Yo le enseñé a desemprolijarse. Le mostré que era más importante marcar con la misma lapicera el verbo, el sujeto y el predicado de una oración, EN EL INSTANTE MISMO EN QUE TE LA DICTABAN, y no cometer la pelotudez de marcar cada uno de esos elementos con un color distinto y usando una regla. Quedaba lindo, sí, pero era al pedo, lo importante era saber hacerlo y sacarse de encima esa boludez lo más rápido posible. Le enseñé a resolver las cuentas al momento, así teníamos tiempo para conversar mientras los más lerdos contaban con los deditos. Creo que me seguía el ritmo nada más para demostrar que ella también podía ser rápida si quería.

¡Ah! ¡Qué enamorado que estaba! Viéndolo en retrospectiva, pienso que fue el único caso de Amor puro de mi vida, es decir, descontaminado de pensamientos impuros como penetrarla sobre el pupitre o que me haga un pete (y que se la trague). Si bien ya empezaba a pensar en el sexo, porque Gerardo Sofovich rompía todos los ratings con programas llenos de gatos como Operación Ja-Ja (los martes a las 21 por Canal 9), sospechaba que el sexo tenía algo que ver con las tetas de Yuyito González o la tanga de Noemí Alan, pero no lograba relacionarlo de ninguna forma con mi amada compañerita de banco.

Un viernes sucedió algo. Al término de la clase, nos quedamos charlando, y de repente se fueron todos y quedamos solo nosotros en el aula. Cuando nos dimos cuenta, nos apresuramos a meter todo dentro de las mochilas y, cuando nos paramos, nos quedamos mirándonos a los ojos. Fueron quizás diez segundos, pero diez segundos interminables, donde la mirada de ella decía, sin dudas: “DALE, DECÍ LO QUE TENÉS QUE DECIR”. Mi mente se trabó, me puse tan nervioso que terminé bajando la vista y encarando para la puerta, no sin antes observar de reojo su cara de decepcionada. Bien cagón y bien looser. Cuando me pasa lo mismo ahora, tampoco se me ocurre nada, pero ahora es más fácil porque si una chica te mira de esa forma no hay que decir nada, hay que usar la lengua y las manos nada más. A los nueve años tenía que decir algo y no se me ocurrió nada. Maldito sistema nervioso que justo nos habían enseñado la semana anterior en la clase de Ciencias Naturales.

Sobre el final del año, volvió la maestra titular, pero ya estábamos en cualquiera y cada uno se sentaba dónde quería. En los años siguientes, creo que me seguía gustando, pero ya no con tanta intensidad. Mi amor fue muriendo en fade. En la secundaria nunca compartimos división, y dejé de pensar en ella. A veces, si me la cruzaba en algún pasillo, recordaba durante dos segundos todo lo que me había gustado, y me parecía extraño.

Volví a verla a fines del año 2009, en una fiesta de reencuentro de 20 años de egresados de la secundaria. De repente, bajo los efectos del alcohol o de quién sabe qué, los recuerdos fluyeron en masa, y me acerqué a transmitírselos. Empecé diciéndole: “¿Te acordás que en 1981 nos sentábamos juntos?” y seguí la historia con toda la locuacidad mientras ella me miraba medio asustada, e intentaba desviar el tema con preguntas normales como “¿De qué trabajás?” o “¿Tuviste hijos?” Supongo que no terminé de contarle todo esto porque, en la mitad de mis recuerdos, deben haber puesto alguna canción horrible de la década del 80’ y me fui a bailar pogo con los borrachos de mis amigos.

Los protogonistas de la historia 33 años después, en Septiembre de2014

No hay comentarios.: