miércoles, 6 de marzo de 2013

Papeles En El Viento de Eduardo Sacheri



Eduardo Sacheri es uno de mis escritores favoritos. En el 2011 editó una novela llamada “Papeles al Viento”. La compré un sábado al mediodía, recién llegada a las librerías, y la leí en ese mismo fin de semana. Me encantó. Era muy cinematográfica (sé que Sacheri la está adaptando para llevarla al cine.)

A la semana siguiente, en un asado en mi casa, cuando el alcohol ya corría a por las venas a velocidades imprudentes, busqué el libro y le conté a mis amigos de qué se trataba. Leí
una página al azar y ofrecí prestar el libro a quién quisiera leerlo, aún sabiendo que mis amigos no son muy afectos a la lectura. Uno se anotó, se llevó el libro, y en estos dos años nunca me hizo ningún comentario ni me lo devolvió.

El otro día lo encontré en la biblioteca ilegal (epubgratis.me) y me lo bajé para re-leerlo.



El libro cuenta la historia que sucede cuando se muere un tipo apodado el Mono, un futbolista frustrado, que luego se había licencidado en sistemas, y al cobrar una gran indemnización decidió gastarse u$ 300.000 en el pase de un jugador de fútbol apellidado Pittilanga (que había jugado en la Selección Sub-17, en Platense, y ahora estaba jugando en un club de cuarta de Santiago del Estero.) Cuando se muere El Mono, dejando como única herencia para su hijita Guadalupe el pase de Pittilanga, sus tres mejores amigos deciden intentar vender el pase de ese jugador, por supuesto sin tener la menor idea. El libro empieza cuando muere el Mono, pero a la vez todo el tiempo nos encontramos con capítulos que cuentan la historia previa a su muerte (o sea, cómo fue que el Mono compró el pase de Pittilanga, se juntó con esa mina y tuvo una hija.)

Los amigos que se disponen a vender el pase de Pittilanga son 3:

01.- Fernando: en realidad es el hermano de El Mono, y supuestamente es el alter ego de Sacheri, ya que es un buen tipo que es profesor de secundaria (igual que Sacheri.)

02.- El Ruso: un amigote, buenazo, de esos que ponen todos los negocios que están de moda (canchas de paddle, parripollos, etc.) En este momento tiene un lavadero de autos, al que le va como el orto (su mujer lo vive cagando a pedos), sin embargo tiene la teoría que pronto va a repuntar porque a todos los lavaderos les va mal, van a terminar cerrando, y él va a aguantar y le va a ir bien cuando no haya tanta competencia. Los únicos días que llega temprano al lavadero son los días de lluvia, porque esos días arman campeonatos de Play Station con sus empleados.

03.- Mauricio: otro amigo de la infancia que ahora es abogado (por no usar uno de sus sinónimos: garca.) Tiene problemas con su mujer porque le metió los cuernos con su secretaria.

Y como para muestra basta un botón, voy a transcribir uno de los capítulos, aquel en que el Mono les cuenta a sus amigos que su ex novia está embarazada (y ni siquiera está seguro si es de él.)



Principios de paternidad

Antes de tomar una decisión tendrías que hacerle un examen de ADN. Eso lo dijo Mauricio, una noche que se juntaron los cuatro, semanas después de que el Mono se fuera del departamento de Lourdes.

Independiente jugaba el partido adelantado del viernes a la noche, y Fernando pensó que sería buena idea que se juntaran los cuatro a verlo, a charlar, a tomar algo. Mauricio se encargó de las bebidas, y trajo Coca Cola y fernet como para abastecer a un ejército. Y el Ruso, que había quedado encargado de la picada, adujo problemas de caja y por todo concepto trajo un salamín y dos bolsas de maní.


Por añadidura, Independiente hizo un partido horrible y empató cero a cero. Y con el estómago casi vacío, con el rendimiento espantoso del equipo, con la angustia del fracaso familiar del Mono, se dedicaron a mamarse con método y sin apresuramientos, porque lo que les faltaba de alegría les sobraba de fernet. En algún momento el Ruso preguntó si había vuelto a verla y el Mono dijo que no, pero que tenía que verla pronto, sí o sí, para ponerse de acuerdo sobre un par de asuntos importantes. Cuáles, había preguntado Fernando, con los ojos entornados y un mareo descomunal. Un régimen de visitas y una cuota de alimentos, dijo el Mono, arrastrando las palabras, a medias por la curda y a medias por la tristeza.


Y fue en el silencio que siguió que Mauricio soltó aquello del ADN. Mauricio era capaz de razonar con precisiones de cirujano aunque estuviera así de borracho. Simple, como que dos y dos son cuatro: si vas a poner guita en la crianza de un bebé, si vas a disponer de parte de tu patrimonio para sostenerlo, asegurate de que sea tu hijo, estaba diciendo Mauricio, a quien estar en pedo no le cercenaba los reflejos del espíritu práctico.

Todos lo miraron al Mono, porque la cuestión estaba ahí, flotando como un fantasma de ponzoña. De ponzoña y de silencio, porque no lo hablaban nunca, no tocaban la cuestión desde aquella vez que el Mono los había juntado para pedirles opinión sobre si le convenía juntarse a convivir con Lourdes o no. Cada cual por su lado había escudriñado los rasgos de la beba, en un intento torpe por detectar parecidos. Además, al suizo del laboratorio no lo conocían, de manera que no tenían modo de compararle las facciones. Cada cual, por su lado, había deseado con todas sus fuerzas que sí, que la nena fuera del Mono, porque lo querían y no le deseaban otra brutal desilusión. Además, siguió Mauricio, te vas a gastar una fortuna en el juicio civil por las visitas y la patria potestad y todo eso.

El Mono no los miró: siguió con los ojos clavados en las baldosas del patio de la casa de Fernando, sobre las que los cuatro estaban sentados disfrutando que era octubre y la noche estaba hospitalaria. Estiró la mano hasta una botella de fernet que estaba por la mitad y se la mandó al gollete como si contuviera agua. Te va a hacer mal, boludo, le dijo Fernando sin énfasis, pero no lo detuvo. El Mono se atragantó, tosió y escupió un poco de lo que había tomado. Resopló, recuperó el aliento, cerró los ojos y volvió a empinar la botella hasta vaciarla. Después quiso tirarla contra una pared para romperla, pero cayó sobre un arbusto de laurel cuyas ramas amortiguaron el golpe y evitaron que se hiciera trizas.

Mierda, dijo el Mono, desencantado. Mauricio apretó con fuerza el pico de una botella nueva, e hizo girar la tapa para abrirla. Lo digo en serio, insistió, como queriendo dar a entender que su observación merecía una respuesta, más allá del medio litro de fernet que el otro acababa de zamparse. Vos qué pensás, le preguntó el Mono a su hermano. Fernando remontó los mocos. El piso de baldosas le estaba dando frío. Capaz que Mauricio tiene razón, soltó por fin, y se sintió rendido, como si lo hubieran acorralado y ya no tuviese ganas de correr.

Yo quiero decir algo, anunció el Ruso, que era el que menos había tomado porque el alcohol no le sentaba y lo ponía mucho más triste que entonado. Carraspeó, esperando. Hablá, dijo el Mono. Dale, convalidó Mauricio.

Yo tengo algo que decir, insistió, pero no porque lo confundiera el alcohol, sino porque le daba pudor entrarle al tema. Volvió a carraspear. Yo pienso mucho en eso de los hijos. Los hijos carnales, los hijos adoptados, todo eso. Por mi hermano, lo pensé mucho. Por eso de que su mujer no podía, y tuvieron que adoptar. ¿Los hijos de tu hermano son adoptados?, preguntó Mauricio, turbio. Más bien, boludo, ¿no sabías o tenés un pedo tan grande que no te acordás? Mauricio pestañeó, como si no supiera la respuesta a la disyuntiva, o como si no llegase a interpretar que lo era. El Ruso continuó. ¿Y saben lo que pensé? No, ¿qué pensaste?, preguntó el Mono. En las Rusitas, pensé. En mis nenas. ¿Qué? ¿Las Rusitas son adoptadas?, preguntó Mauricio. No, pelotudo, ¿cómo van a ser adoptadas? ¿No te acordás de Mónica embarazada? Sí que me acuerdo. ¿Y entonces?, preguntó el Ruso, y Mauricio asintió, como dándole razón. Me refiero a que el ADN a mí me chupa un huevo, me entendés. Ponele que a mí me vienen a decir que la Luli es adoptada. O Ana, que Anita es adoptada. ¿Pero son adoptadas?, insistió Mauricio. ¡Pero te digo que no, pedazo de boludo! ¡Es un decir! Ponele que viene un día la policía a mi casa y me dice que hubo un error, que en la clínica se confundieron, en la nursery, y me dieron otra nena. ¿Cómo otra nena? Claro, boludo. Que se equivocaron con la etiqueta esa que les ponen en la pata a los bebés. Y que a mí me dieron otra, no la mía.


El Ruso abrió las manos, como si su argumento fuera definitivo, pero los otros tres se quedaron esperando aclaraciones. ¿Entienden el caso? Los tres afirmaron con la cabeza. Mauricio volvió a llenar los vasos.

Quiero decir, siguió el Ruso, que si a mí me vienen a decir ahora, cuando las Rusitas tienen tres años, que no son mis hijas, que son hijas de otro, a mí me importa tres carajos, ¿entienden? Porque a las que les cambié los pañales es a ellas dos, a las que les doy la mamadera es a ellas dos, a las que les canto para que se duerman es a ellas dos. ¿Qué me importa de qué espermatozoide salieron? No son mis hijas por eso. Son mis hijas por lo otro.

Se hizo un silencio. El Mono se incorporó, empujó uno de los vasos, que se volcó sobre las baldosas, cruzó el patio de rodillas hasta la pared de enfrente y se abrazó a su mejor amigo.

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