viernes, 23 de octubre de 2015

Un Escritor Cambia Su Forma De Ver A Los Inmigrantes



Mario Puzo es un escritor estaunidense descendiente de italianos (un “ítalo americano”), muy conocido por haber escrito el libro “The Godfather” (El Padrino) y su adaptación cinematográfica junto a Francis Ford Coppola. Esa película es considerada como una de las mejores del mundo por casi todos, excepto por un amigo de gusto tan dudoso que prefiere Gladiador.

Lo que sigue son fragmentos de un texto escrito por Mario Puzo,
llamado “ELECCIÓN DE UN SUEÑO: ITALIANOS EN EL «FOGÓN DEL INFIERNO»”. Lo traslado a mi blog porque me emocionó mucho cómo Puzo cambió su forma de ver a los inmigrantes italianos (sus padres) a medida que fue creciendo. Quizás el texto me emocionó porque yo mismo siempre detesté a los “adultos”, y ahora, a mis 44 años, me estoy convirtiendo en uno, aunque nunca tan “adulto” como aquellos que yo odiaba siendo un niño. Básicamente no me gustan los adultos que se olvidaron cómo pensaban cuando eran niños.


Durante mi niñez y adolescencia, transcurridas en el corazón del ghetto napolitano de Nueva York, nunca oí cantar a italiano alguno. Ninguno de los adultos que yo conocía era seductor, cariñoso o comprensivo. Más bien parecían rudos, vulgares e insolentes. (…)

Ya a muy temprana edad decidí huir de aquellos convecinos tan poco agradables. Pensaba lograrlo convirtiéndome en artista, en escritor. Parecía entonces un sueño imposible. Mi padre y mi madre eran analfabetos, como lo habían sido también sus padres. (…)

Pero entonces me parecía que los inmigrantes italianos, todos los padres y madres que yo conocía, formaban un conjunto poco halagador: siempre hablando a gritos, siempre irritados, más dispuestos a pelearse que a darse un abrazo. No comprendía que sus vidas eran un continuo penar para ganarse el pan de cada día, y tampoco podía entender que la fatiga física no ayuda a dulcificar la naturaleza humana.

De muy niño me horrorizaba ya la idea de llegar un día a ser como los adultos que me rodeaban. Les oía decir cosas muy crueles de sus más íntimos amigos, veía sus hipócritas abrazos a aquellos a quienes acababan de criticar, observaba con horror su rabia incontrolada ante la más pequeña falta o ante la más mínima herida a su orgullo. Eran, siempre, excesivamente rencorosos. Carecían, en resumen, de la despreocupada magnanimidad de los niños.

En mi juventud desdeñaba a mis mayores, incluso a personas que no llegaban a los treinta años. Desdeñaba su forma de vivir. Más tarde, al escribir acerca de esos hombres y mujeres analfabetos, cuando pensaba que les comprendía, sentí por ellos una especie de condescendiente piedad. Habían sufrido, después de todo, habían trabajado durante todos los días de su vida. No sabían lo que era el lujo, su seguridad económica no era mucho mayor que la de los antiguos esclavos romanos, quienes, seguramente, habían sido sus antepasados. Y además, pensaba, con perspicacia recién adquirida, se veían espiritualmente separados de sus hijos a causa de la rara lengua americana, extraña para ellos, y natural, en cambio, para sus hijos e hijas.

Después, siendo ya escritor, pero no todavía marido o padre, consideraba, con suficiencia, que su tragedia era producto de las circunstancias más que una constante de la condición humana. Aún no entendía por qué aquellos hombres y mujeres se conformaban con menos de lo que merecían, como no podía tampoco explicarme el motivo de que con ese «menos» se sintieran afortunados. No comprendía que no se permitieran soñar, cuando yo podía escoger entre cien sueños diferentes. Yo tenía la seguridad de que lograría escapar de aquel mundo, de que era uno de los elegidos. Sería rico, famoso y feliz. Sería el dueño de mi destino.

(...)
Y después, entre los catorce y los dieciséis años, descubrí a Dostoievski. Leía cuantos libros caían en mis manos. Lloré por el príncipe Myshkin en El idiota, me sentí tan culpable como Raskolnikov. Y cuando terminé Los hermanos Karamazov comprendí por vez primera qué era lo que me sucedía a mí y a la gente que me rodeaba.

(…)

Cuando comencé mi «novela autobiográfica», inevitable en todo escritor, pensaba presentarme como el héroe sensible e incomprendido, presionado y limitado por su madre y familiares. Ante mi asombro, mi madre se convirtió en el personaje central del libro, por lo que en lugar de conseguir vengarme, logré sólo acumular una nueva, digamos, frustración. Pero es, en mi opinión, mi mejor libro. Y aquellos italianos anticuados y conservadores a los que odiaba, y a quienes luego llegué a compadecer, se convirtieron en héroes. No pude evitar una tremenda sorpresa. Lo que más me maravillaba de ellos era su valor. (…) ¿Cómo se atrevieron a casarse, a tener hijos, a salir a ganarse la vida en un país extraño, sin conocer oficio alguno, ignorando el idioma? Y lo hicieron sin tranquilizantes, sin píldoras para dormir, sin psiquiatras, sin sueños. Héroes. Estaba rodeado de héroes. Nunca los había visto…

(…) Llevaban ropas de trabajo grasientas y bigotes como guías de bicicleta, se metían los dedos en la nariz, y eran tan bajos, que su estatura se veía superada por la de sus hijos de doce o trece años.

Hablaban un inglés muy cómico, y su horizonte más lejano era ganarse el pan de cada día. Eran hombres y mujeres de gran valentía, seres que luchaban sin descanso y que no podían permitirse el lujo de soñar. Concentrados en su supervivencia, en sus mentes no había sitio para otra cosa.

No es de extrañar que en mi juventud los considerara dignos de lástima. Y, no obstante, habían dejado Italia y cruzado el Océano para llegar a una nueva tierra, habían venido a dejar sus cansados huesos en América. Colonos analfabetos, se atrevieron a buscar la tierra prometida. Y, en consecuencia, también ellos tuvieron su sueño.



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