lunes, 27 de enero de 2014

"Los Culitos Van Y Vienen" (Rupturas Amorosas Del Escritor Pedro Mairal)



En la última revista ORSAI, la número 16, que se puede bajar entera de acá:

http://issuu.com/revista_orsai/docs/orsai_n16

el escritor Pedro Mairal presenta un artículo sobre los finales de muchas cosas, entre esas sus rupturas amorosas. Cuenta con mucha gracia lo que generalmente es patético, así que lo transcribo acá:


Si hago un inventario de escenas de rupturas
amorosas, la cosa es más o menos así:

De ómnibus a ómnibus, volviendo del
campo de deportes, cruzo miradas con V. L.,
una morocha de ojos verdes. La veo que le dice
algo a la amiga sobre mí. Estoy seguro de que le
gusto. Se lo cuento al Vaca G. Un rato después
llega ella con su amiga al rincón del patio y me
dice: No digas pavadas, nene, no gusto de vos,
y se va. La relación más corta del mundo. En
ese mismo recreo, rompo con el taco del zapato
varios azulejos del baño. Ingreso por primera
vez al lado oscuro.

Plaza de Olivos a la noche, en un banco S.
me dice: Si yo te digo por teléfono «hola amor»
vos no podés preguntar «quién es».

Pizzería en Almagro, L. pide un vaso de
agua y, después de dos años de cajitas de Prime,
se toma en mi cara la pastilla para coger sin forro
con su nuevo novio.

En la calle Galileo, yo caigo de sorpresa
con flores y el sereno me chusmea divertido que
la hermosa C. tiene un novio fijo, un pelilargo
que se queda a dormir. Encima lo conozco.

Un bar horrible de avenida Las Heras con
N. Después de meses de telos, ahora uno a cada
lado de la mesita enclenque, sin tocarnos, como
si en medio hubiera un blindex de cárcel americana.
Hablamos de otras cosas. Sabemos que
no podemos vernos más.

B. muy enojada, llamándome pendejo
cada tres frases. Se acabó el mundo. Yo guardo
mi bici en el baúl del auto y me voy a lo de un
amigo que vive cerca. En la puerta trato de bajar
la bici, se traban los pedales, el manubrio, los
frenos, tironeo furioso. Lloro como un pendejo.

F. en la ducha me dice que no quiere. No
puedo más, dice. Se deshace el abrazo, giramos
con cuidado por lo angosto de la bañadera y el
piso jabonoso, una especie de paso de tango al
revés, nos damos la espalda, como dos retados
a duelo que caminan en sentido contrario para
después rematarnos de lejos con disparos certeros
en Tribunales.

M. diciéndome con buena onda pero algo
dolida en un taxi en un reencuentro amistoso:
«Me discontinuaste como jean nevado».

J. viene a casa con calzas de gimnasia.
Trae comida. Se niega a coger. Me humillo con
insistencias y ruegos. Se niega. Disfruta de su
dominio. Tiene diez años menos que yo. «Los
culitos van y vienen», me dice.

El día de la discusión final, T. abre su
email en mi laptop y sale sin cerrar la sesión.
No nos vemos nunca más, pero yo sigo todo su
duelo por sus chats y sus mails con sus amigas.
Me entero, sin filtro, de los apodos con los
que me llaman. Leo lo que opinan de mí, lo que
opinan de mis libros. En un momento sospecho
que ella sabe que la espío y que me manda mensajes
indirectos, venenosos. Borro su contraseña
para siempre.

F. me manda mensajitos, que la llame.
Dice que tiene un atraso. Le digo que se haga
un Evatest. Le pregunto si se lo dijo también al
escritor con el que, quizá para darme celos, me
contó que se había acostado. Me insulta con un
mail larguísimo. Da vueltas durante días. Yo no
duermo. Le gusta el fantasma del embarazo, lo
hace durar. Un día me pidió que vuelva a un
telo a buscarle el cinturón de un impermeable
italiano. Fui y no lo encontré. Al final no estaba
embarazada.

Una noche, dos semanas antes de casarse,
V. manda un mensajito y viene a mi casa medio
borracha después de una fiesta. Solo quiere coger
por última vez. Casi no me habla. Después
lagrimea. Yo, haciéndome el cool, le digo que
no sea tan terminante, que deje que las cosas
fluyan. No la veo nunca más hasta dos años después
cuando me la cruzo con marido y su bebé.
Está radiante.

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