martes, 14 de octubre de 2014

Harry Quebert (Fragmentos)



He aquí algunos fragmentos de uno de los libros que estoy leyendo, La Vérité sur l’Affaire Harry Quebert, de Joël Dicker, editado en 2012, y que trata del descubrimiento en el 2008 del cadaver de una adolescente asesinada en 1975. No sé si será un buen libro, pero sí puedo asegurar que es de fácil lectura (te engancha). De hecho, lo estoy leyendo porque oí a una librera muy hermosa recomendárselo a un cliente con mucho énfasis. Le dijo: "Llevalo y vas a ver que me lo vas a agradecer la próxima vez que vengas. Yo misma lo estoy leyendo y estoy enganchadísima". Yo escuché eso y pensé: "Cuando llego a mi casa me lo bajo ilegalmente en epub".


Recomiendo leerlo aunque seguro que no tenés tiempo porque te pasás todo el día boludeando en internet. Igual, no te preocupes porque seguro que van a hacer una película o una miniserie.


FRAGMENTO DEL CAPÍTULO 8 - EL CÁNCER DE LA AMISTAD

Si no fui al entierro fue porque a esa misma hora hice lo que me parecía importante hacer: ir a ver a Harry para hacerle compañía. Estaba sentado en el estacionamiento, el torso desnudo bajo la tibia lluvia.

  —Venga a ponerse a cubierto, Harry —le dije.

  —La están enterrando, ¿verdad?

  —Sí.

  —La están enterrando y ni siquiera estoy allí.

  —Es mejor así… Es mejor que no esté… Por toda esa historia.

  —¡Al diablo el qué dirán! Entierran a Nola y ni siquiera estoy allí para decirle adiós, para verla por última vez. Para estar con ella. Hace treinta y tres años que espero volver a encontrarla, aunque sólo sea una última vez. ¿Sabe dónde me gustaría estar?

  —¿En el entierro?

  —No. En el paraíso de los escritores.

  Se tumbó sobre el cemento y no volvió a moverse. Me tumbé a su lado. La lluvia nos caía encima.

  —Marcus, me gustaría estar muerto.

  —Lo sé.

  —¿Cómo lo sabe?

  —Los amigos sienten esas cosas.

Hubo un largo silencio. Acabé diciendo:

  —El otro día me dijo usted que ya no podríamos ser amigos.

  —Y es verdad. Estamos despidiéndonos poco a poco, Marcus. Es como si usted supiese que voy a morir pronto y tuviese unas semanas para hacerse a la idea. Es el cáncer de la amistad.

  Cerró los ojos y extendió sus brazos como si estuviese crucificado. Lo imité. Nos quedamos tumbados así, sobre el cemento, durante mucho tiempo.


OTRO FRAGMENTO DEL CAPÍTULO 8 - EL AMOR

—Sí, gracias. La misma. Dígame, señor Quinn, ¿le molesta si le grabo?

  —¿Grabarme? Por favor. Por una vez que alguien se interesa aunque sea poco en lo que cuento.

  Hizo una seña al camarero y pidió otras dos cervezas; saqué mi grabadora y la puse en marcha.

  —Así pues, ante ese puesto de salchichas, ella le pidió ayuda —dije para retomar la conversación.

  —Sí. Parece ser que mi mujer estaba dispuesta a todo para aniquilar a Harry Quebert. Y Nola dispuesta a todo para protegerle de ella. Yo no podía creerme la conversación que estaba teniendo lugar. Fue entonces cuando me enteré de que realmente había algo entre Nola y Harry. Recuerdo que me miraba con sus ojos brillantes y llenos de aplomo, y que le dije: «¿Cómo? ¿Cómo que recuperar ese trozo de papel?». Ella me respondió: «Le quiero. No quiero que se meta en problemas. Si escribió esa nota, fue por culpa de mi tentativa de suicidio. Todo es culpa mía, nunca debí intentar matarme. Le quiero, es todo lo que tengo, todo lo que nunca podré soñar». Y entonces tuvimos esa conversación sobre el amor. «Entonces, me estás diciendo que tú y Harry Quebert se…» «¡Nos queremos!» «¿Quererle? ¡Pero bueno! ¿Qué me estás contando? ¡No puedes quererle!» «¿Y por qué no?» «Porque es demasiado viejo para ti». «¡La edad no cuenta!» «¡Claro que cuenta!» «Pues bien, ¡no debería contar!» «Pero es así, las chicas de tu edad no tienen nada que hacer con un tipo de su edad». «¡Le quiero!» «No digas barbaridades y cómete las papas, ¿quieres?» «Pero, señor Quinn, si lo pierdo, ¡lo pierdo todo!» No podía creerme lo que veía, señor Goldman: esa chiquilla estaba locamente enamorada de Harry. Y sus sentimientos eran sentimientos que yo mismo no conocía, o que no recordaba haber tenido por mi propia mujer. Y en ese instante me di cuenta, gracias a esa chica de quince años, de que probablemente nunca había conocido el amor. Que seguramente mucha gente no había conocido nunca el amor. Que en el fondo se conformaban con buenos sentimientos, que se enterraban en la comodidad de una vida vulgar y que se perdían sensaciones maravillosas, que son probablemente las únicas que justifican la existencia. Uno de mis sobrinos, que vive en Boston, trabaja en las finanzas: gana una montaña de dólares al mes, está casado, tiene tres hijos, una mujer adorable y un coche estupendo. En resumen, la vida ideal. Un día, vuelve a su casa y le dice a su mujer que se va, que ha encontrado el amor, con una universitaria de Harvard que podría ser su hija, a la que había conocido en una conferencia. Todo el mundo dijo que había perdido un tornillo, que buscaba en aquella chica una segunda juventud, pero yo creo que simplemente había encontrado el amor. La gente cree que se ama, y entonces se casa. Y después, un día, descubren el amor, sin ni siquiera quererlo, sin darse cuenta. Y se dan de bruces con él. En ese momento, es como el hidrógeno que entra en contacto con el aire: produce una explosión fenomenal, que lo arrastra todo. Treinta años de matrimonio frustrado que saltan de un golpe, como si una gigantesca fosa séptica en ebullición explotara, salpicando todo a su alrededor. La crisis de los cuarenta, la cana al aire, no son más que tipos que comprenden la fuerza del amor demasiado tarde, y que ven derrumbarse toda su vida


FRAGMENTO DEL CAPÍTULO 28 - PETE PRESIDENCIAL

Ese año de 1998 fue también el del caso Lewinsky. 1998, año de la mamada presidencial, el de la infiltración del erotismo, para horror de todo Estados Unidos, en las más altas esferas del país. El que vio a nuestro respetable presidente Clinton obligado a una sesión de contrición delante de toda la nación por haberse dejado lamer las partes pudendas por una abnegada becaria. El sabroso asunto iba de boca en boca: en el campus nadie hablaba de otra cosa y nos preguntábamos, inocentes, qué iba a pasar con nuestro querido gobernante.

  Un jueves por la mañana de finales de octubre, Harry Quebert empezó su clase más o menos así: «Señoras y señores, todos andamos muy revueltos por lo que está pasando en Washington, ¿verdad? El caso Lewinsky… Sepan que desde George Washington, en toda la historia de los Estados Unidos de América han existido dos causas para poner fin a un mandato presidencial: ser un destacado rufián, como Richard Nixon, o morir. Y, hasta hoy, nueve presidentes han visto interrumpido su mandato por una de estas dos razones: Nixon dimitió y los ocho restantes se murieron, la mitad de ellos asesinados. Pero he aquí que a esta lista podría añadirse una tercera causa: la felación. La relación bucal, el francés, el chupa chupa, la mamada. Y cada uno de nosotros debe preguntarse si nuestro poderoso Presidente, cuando tiene el pantalón bajado hasta las rodillas, sigue siendo nuestro poderoso Presidente. Porque eso es lo que apasiona a América: las historias de sexo, las historias de moral. América es el paraíso de la pija. Y ya verán ustedes, de aquí a unos años nadie recordará que el señor Clinton levantó nuestra desastrosa economía, gobernó de forma experta con una mayoría republicana en el Senado o hizo que Rabin y Arafat se estrecharan la mano. En cambio, todo el mundo recordará el caso Lewinsky, porque las mamadas, señoras y señores, permanecen grabadas en la memoria. Bueno, a nuestro Presidente le gusta que le purguen de vez en cuando. ¿Y qué? Seguramente no es el único. ¿A quién de esta sala también le gusta?».

  Tras estas palabras, Harry se interrumpió y escrutó el auditorio. Hubo un largo silencio: la mayoría de los estudiantes empezó a mirarse los zapatos. Jared, sentado a mi lado, cerró incluso los ojos para no cruzarse con su mirada. Yo levanté la mano. Estaba sentado en las últimas filas, y Harry, señalándome con el dedo, declaró dirigiéndose a mí:

  —Levántese, mi joven amigo. Levántese para que le vean bien y dígame en qué está pensando.

  —Me gustan mucho las mamadas, señor. Me llamo Marcus Goldman y me gusta que me la chupen. Como a nuestro querido Presidente.

  Harry se bajó las gafas de lectura y me miró con aire divertido. Más tarde me confesó: «Ese día, cuando le vi, Marcus, cuando vi a ese joven orgulloso, de cuerpo sólido, de pie ante su silla, me dije: Dios mío, he aquí un hombre de verdad». En aquel momento, simplemente me preguntó:

  —Díganos, joven: ¿le gusta que se la chupen los chicos o las chicas?

  —Las chicas, profesor Quebert. Soy un buen heterosexual y un buen americano. Dios bendiga a nuestro Presidente, al sexo y a América.

  El auditorio, pasmado, se echó a reír y aplaudió. Harry estaba encantado. Explicó, dirigiéndose a mis compañeros:

  —Ya ven, a partir de ahora nadie mirará a este pobre chico de la misma forma. Todo el mundo pensará: ése es el cerdo asqueroso al que le gustan las mamadas. Y poco importarán sus talentos, poco importarán sus cualidades, será para siempre «Señor Mamada» —se giró de nuevo en mi dirección—. Señor Mamada, ¿podría explicarnos ahora por qué ha realizado tales confidencias mientras sus compañeros han tenido el buen gusto de callarse?



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