martes, 8 de diciembre de 2015

El Hambre En El Guetto De Varsovia Contado Por Martín Caparrós Y Otros



En un blog titulado "Cachetazos Al Cerebro" debería transcribir íntegro el libro "El Hambre", escrito por Martín Caparrós (editado en el 2014.) Las historias que se cuentan ahí me están re-contra-cacheteando el cerebro. Básicamente son historias sobre cómo vive alguna gente en la actualidad (en India, en África, en otros lugares que recorrió personalmente). A Caparrós lo llevan a preguntarse continuamente: ¿Cómo podemos permitirnos vivir en un mundo así?  y tratar de hacer algo para cambiar las cosas. A mí, que soy más egoísta, me llevan a pensar: "Nunca más me quejo de nada".


El libro también contiene historias de hambrunas, de la comida, del manejo de la agricultura por los grandes capitales, de Monsanto, y de todo lo que tenga que ver con EL HAMBRE.

Acá voy a transcribir un fragmento que me impresionó mucho (aunque todo el libro impresiona) que habla sobre "El Guetto De Varsovia". Una siempre escucha historias, ve que hay abundante bibliografía, pero a veces siente que las historias del nazismo son tan horrorosas que es mejor no profundizarlas. Acá Caparrós cuenta esta con pocas palabras y focalizadas en EL HAMBRE. Como dato que no tiene nada que ver, y aprovechando que hoy se cumplen 35 años de la muerte de John Lennon, aprovecho para recordar que el Guetto de Varsovia se instauró el día que Lennon cumplió 3 días.

Los invasores alemanes anunciaron el establecimiento del ghetto de Varsovia el 12 de octubre de 1940. Todos los judíos de la ciudad debían internarse en esa área vigilada, rodeada por un muro de tres metros de alto erizado de vidrios y alambres de púa: unas 500.000 personas amontonadas en tres kilómetros cuadrados, 30 por ciento de la población de Varsovia en un tres por ciento de la ciudad.

Los habitantes del ghetto estaban, según la burocracia alemana, en la tercera categoría del Hungerplan: mientras los soldados del Reich recibían 2.613 calorías por día y los polacos cristianos, 699, los polacos judíos del ghetto tenían derecho a 184: un trozo de pan y un plato de sopa cada día. «Los judíos van a desaparecer por el hambre y de la cuestión judía solo va a quedar un cementerio», escribió en esos días el gobernador alemán. Con esas dosis la muerte tenía que ser rápida; un sistema de solidaridad y contrabando suplementó el alimento y consiguió que, en el primer año de funcionamiento del ghetto, solo un quinto de la población muriera de hambre y sus enfermedades: unas cien mil personas.

Las historias de heroísmo y de infamia, de solidaridad y de egoísmo de esos días son extraordinarias: contrabandistas, colaboracionistas, mendigos, ladrones, resistentes, miles y miles hacían cualquier cosa para conseguir unos bocados. «Las personas caían muertas de hambre. Morían cuando iban a trabajar, en la puerta de las tiendas. Morían en sus casas y los tiraban en un callejón sin ropa ni identificación, así su familia podía seguir usando sus cartillas de racionamiento. Los olores de muerte, podredumbre y mierda llenaban las calles», describe Sherman Apt Russell en su Hunger.

En esas condiciones aterradoras, un grupo de médicos del ghetto empezó uno de esos proyectos que me hacen —tan de tanto en tanto— enorgullecerme de mi historia judía. No tenían remedios ni instrumental ni comida para curar a sus pacientes —ni la menor esperanza de sobrevivir—, pero estaban en condiciones de estudiar intensamente la desnutrición y sus efectos, y lo harían para intentar aportar algo a la ciencia: ayudar a que, alguna vez, en otras condiciones, otros hambrientos fueran mejor tratados. «Hombres sin futuro, en un esfuerzo de voluntad final, decidieron hacer una modesta contribución al futuro. Mientras la muerte los golpeaba, los que quedaban esperaron su propia muerte sin dejar de lado su tarea», escribió el prologuista anónimo de Maladie de Famine, Recherches cliniques sur la famine exécutées dans le ghetto de Varsovie. El libro, rico de casos y estadísticas, fue terminado en los últimos días del ghetto por los pocos médicos que todavía no habían sido deportados —que se reunían, clandestinos, en un cementerio. Una mujer sin nombre lo contrabandeó fuera del ghetto y se lo entregó a un profesor polaco, Witold Orlowski, que lo publicó en Varsovia en 1946.

«Los primeros síntomas del hambre eran la boca seca acompañada por el aumento de las ganas de orinar; no era raro tener pacientes que orinaban más de cuatro litros diarios. Después venía una pérdida rápida de grasas y un constante deseo de masticar, aún objetos no masticables. Estos síntomas disminuían según avanzaba el hambre; incluso la pérdida de peso se hacía más lenta. El siguiente grupo de síntomas era psicosomático: los pacientes se quejaban de debilidad general, de no poder cumplir las tareas más simples; se volvían perezosos, se acostaban con frecuencia, dormían con interrupciones y querían taparse para combatir una anormal sensación de frío. Se acostaban en su característica postura fetal, las piernas encogidas y la espalda arqueada, así que tenían contracturas de los músculos flexores. Se volvían apáticos y deprimidos. Hasta perdían la sensación de hambre; y aún así cuando veían algún tipo de comida, muchos la agarraban y la tragaban sin masticar.

«Su peso era entre 20 y 50 por ciento menor que antes de la guerra; variaba entre 30 y 40 kilos. El menor peso se observó en una mujer de 30 años: 24 kilos.


«Los movimientos de vientre aumentaban, llevando muchas veces a una disentería sangrante, que causaba más debilidad. Las hinchazones aparecían primero en la cara, después en las piernas y brazos; después se extendían a todo el cuerpo; a menudo se acumulaban fluidos en las cavidades pectoral y abdominal.

«La debilidad muscular era tan pronunciada que producía gran lentitud de movimientos, aun en situaciones de mucha presión. Por ejemplo: un paciente agarró un pedazo de pan que tenía un médico e intentó huir con él, pero se cayó al suelo gritando: “¡Mis piernas no me sostienen!”»

Las descripciones clínicas, los datos estadísticos, los experimentos, las autopsias siguen durante páginas y páginas, implacables. Y los intentos, desesperados, de tratar a los pacientes: «Agregó hígado picado y sangre de vaca a la pequeña porción de comida del paciente. Le dio inyecciones de hierro, combinó una terapia de hígado y hierro. Le dio vitamina A. Le hizo transfusiones de sangre. Nada funcionaba. Al final, anotó que “los mejores resultados fueron obtenidos al proveer alimentación adecuada con un valor calórico apropiado. Estos resultados eran previsibles, porque la única terapia racional para el hambre es la comida”.»

Nunca supe cómo vivió mi bisabuela Gustava, la madre de mi abuelo Vicente, esos últimos días. Nadie sobrevivió para contarnos cómo pudo complementar su ración de 184 calorías, si tenía algo que vender para comprar otro pan o una papa en el mercado negro, si llegó a sentir con fuerza el mordisco del hambre, si se desesperó, se resignó, pensó en matarse, pensó en su hijo lejano, imaginó esas nietas argentinas que no conocía con el alivio de saber que en algún lugar su sangre seguiría. Tampoco le dieron tanto tiempo; era una mujer mayor y no tardaron mucho en subirla al tren que la llevaría a las cámaras de gas de Treblinka. Allí, ella y otros 250.000 habitantes del ghetto de Varsovia serían asesinados en unos pocos meses.

(A veces pienso que no es sorprendente que ahora, cada día, dejemos que tantos se mueran de hambre: que no nos importe, que sepamos mirar tan bien para otros lados. Somos, en última instancia, los mismos que éramos hace 70 años, los mismos que ya lo hicimos hace 70 años, cuando Hitler y Stalin y Roosevelt y los campos y las bombas.)



No hay comentarios.: