domingo, 8 de mayo de 2011

Alfil - Capítulo 36

Este es el capítulo 36 de mi libro "Alfil", que terminé en 1997.



36.- La convivencia con Miguel


Convivir con Miguel tuvo sus pro y sus contras, aunque no me arrepiento (en realidad yo nunca me arrepiento de las cosas que hago queriendo (sí me arrepiento de haber matado a un bebé (pero eso lo hice sin querer (obvio)))). Viéndolo en retrospectiva creo lo que me faltó fue mostrarle que se podía ganar la vida de una forma un poco más honesta que siendo un ladrón. Yo no hice nada para convencerlo porque siempre siento un gusto feo en la boca cuando le doy un consejo a alguien, así que
no le di bola, lo dejé que siga robando. Y digo que debería haberle tratado de mostrar un camino mejor porque siempre lo veía nervioso, no dormía muy bien ese pibe. Solía dormir bien las noches que se fumaba un porro. Yo tampoco dormía bien, pero lo mío era por Amor, y no por miedo a caer en cana en cualquier momento. Digo que debería haber intentado lograr que él duerma mejor porque yo lo quería mucho y no me gustaba verlo mal.

El departamento era grande y quedaba en el barrio de la Boca. Tenía tres piezas, un living, una cocina que sólo usábamos a veces para cocinar hamburguesas y un baño. Aunque Miguel tenía toda clase de electrodomésticos siempre comprábamos comida hecha y Miguel insistía en llevar personalmente la ropa de ambos a lavar y planchar a un LaveRap que había a la vuelta (más tarde me enteraría que era porque le gustaba una de las chicas que trabajaban ahí y soñaba con hacerlo adentro de uno de esos aparatos). Tenía dos televisores (uno robado) y un equipo de música con una envidiable colección de compact disc. También tenía una guitarra eléctrica y un amplificador, pero los tenía abandonados juntando polvo arriba de un ropero. Se la había regalado sus padres adoptivos, para un cumpleaños, pero él nunca había aprendido a dominarla. Era una Fender Stratocaster.
Miguel tampoco quería que limpiásemos el departamento, y eso me gustaba porque odio limpiar, apenas me gusta lavarme a mí mismo. Su idea era que podíamos vivir entre la mugre y contratar a una chica que venga una vez por semana y nos limpie el lugar a fondo. Y eso hicimos, entonces Miguel ni siquiera usaba ceniceros, tiraba todo en el piso y la Verdad es que eso era un chiquero. Jamás lavamos un plato y las moscas revoloteaban siempre por ahí. Encima, las chicas que contrataba no nos duraban ni dos semanas porque Miguel siempre se la intentaba encarar (violar) y todo terminaba con las chicas huyendo y Miguel con los ojos morados.
Pero lo mejor del departamento, lo que lo hacía el sitio más cómodo en el que viví en mi vida se llamaba: CALEFACTOR. ¡Ay, hermano! Viví pegado a él. Se me quemaban los buzos y los jeans y no me importaba.

Además de ser un ladrón acosador de chicas que limpian, Miguel era un artista en potencia. Todo el departamento estaba repleto de cuadros que él había pintado y mandaba a enmarcar con un viejito que vivía en el segundo piso. Eran cuadros raros porque sólo utilizaba los colores azul y amarillo para ellos. Había mujeres desnudas en poses ultra-sexys, retratos del Indio Solari, Luca Prodan y los jugadores de Boca y otros cuadros que mostraban la confusión que tenía Miguel en la cabeza en ese tiempo (paisajes deformes salidos de su mente donde se mezclaban mujeres con cabezas de caballos, árboles con las piernas abiertas, ángeles con ametralladoras, hormigas que despedían fuego, penes con ojos y ratones sin orejas que se metían en masa en una concha gigante, todo bastante psicodélico). Y todo era azul y oro, en distintas tonalidades. Pintaba realmente bien pero pensé que su arte ganaría mucho con la utilización de otros colores. También hacía historietas, sin fines de comercialización, y me mostró los capítulos de un superhéroe bostero que había inventado. Se llamaba Bocaman y era un tipo vestido de azul, con capa amarilla (con el escudito de Boca en el pecho) que se dedicaba a luchar contra toda clase de villanos que representaban a los otros clubes. Por ejemplo, el villano más peligroso era Gallinoso, un hombre con cara de gallina y una franja roja en su pecho, al que siempre lograba vencer. Bocaman luchaba por el bien de la humanidad, acechada todo el tiempo por los malvados villanos de Gallinoso, El Fulano Rojo, la Academia del Mal (un grupo que se reunía en Avellaneda), Velezatán, el Canalla Rosarino, el Huracán del Terror y muchos otros. Siempre tenía dificultades para vencerlos pero salía airoso en todas los capítulos aunque a veces se distraía y era cagado a palo por alguno. En los últimos, Bocaman estaba potenciado con un arma invencible para defender la humanidad, el Maradonístico (una especie de bate de baseball con el que eliminaba a todos sus adversarios). De más está decir que Miguel era un ferviente hincha del equipo xeneixe. En realidad me estoy quedando corto: era un enfermo total. El pobre no hablaba de otra cosa. Bueno, a veces hablaba de los Redondos. Y otras veces de mujeres, pero siempre de sexo y nunca de Amor. Yo estaba seguro que nunca iba a querer tanto a una mujer como quería al Club Atlético Boca Juniors.
Fui muchas veces con él a la cancha en ese tiempo, pero no matamos a ningún otro bebé. Yo iba nada más a los partidos de local porque la cancha quedaba a seis cuadras, pero él se iba a Rosario y a Córdoba y a todos lados.

En realidad no lo veía mucho. Yo iba a trabajar todos los días y lo dejaba durmiendo, y cuando volvía al depto él no estaba (salía todas las noches) y cuando él llegaba yo ya estaba durmiendo. Los pocos días que se quedaba en casa se la pasaba tirado en un sillón, incapacitado para realizar cualquier tarea excepto apretar el botoncito del control remoto que cambia el canal. A eso yo le llamo estado de pupa.
Un día apareció demasiado ebrio (o quién sabe que había consumido). Lo encontré arrojando platos de vidrio contra una pared, y riéndose. Cuando me vio me tiró un plato a mí, que esquivé en un acto reflejo. Entonces le pregunté qué hacía y él se quedó mirándome y no me conocía.
- Miguel. ¿No me conocés? Soy yo, Alfil.
Su mirada estaba perdida, como si fuera un autista. Lo agarré y lo sacudí un poco y después me miró y me dijo:
- Alfil, no yabés como te quiero.
Y se me colgó en un abrazo mientras repetía muchas veces esa frase tan típica de borracho. Como no sabía que hacer, le llené la bañadera con agua tibia, lo desnudé y lo arrastré hasta ahí, y me fui a leer un libro. Cuando volví para ver cómo estaba lo encontré riéndose, chapoteando en el agua, pero en la bañadera había un par de soretes intrusos flotando. Un verdadero asco. Eran soretes marrón oscuro, y se estaban desintegrando y eso amarronaba el agua.
- ¿Qué hiciste, boludo? - le dije, enojado y sorprendido a la vez.
- Me tiré unos peditos - buena respuesta.
Y movía la cabeza en la modalidad no entiendo nada, pero no dejaba de reírse y chapotear. Después me dijo, en su idioma escabio, algo así como “no te preocupes por los platos porque tenemos un montón”. Yo me fui a dormir recordando que no tenía problemas en limpiar la mierda de los perros en la perrera, pero jurándome que de la mierda de Miguel no me iba a encargar.

Otro día me levanté y lo encontré comiendo carne cruda de la heladera. Al otro día no recordaba el incidente, pero se reía cuando le conté.

Un domingo llegué y lo encontré sentado en una silla, temblando. Su cara era nieve, de Verdad. Me asusté y pensé que estaba enfermo.
- No sabés lo que me pasó. Me estaba cogiendo a una mina y se me murió. La tengo muerta ahí en la pieza. ¡Ayudame! ¿Qué hacemos?
¡En qué problemas me metía este pibe! Encima yo era él que tenía que resolverlos. Casi lo quise matar cuando me contó la solución que había pensado:
- Mirá - me dijo -. Nadie me vio entrar acá, la conocí en la calle y me la traje. Yo la lavaría bien para que nadie pueda decir que estuvo acá, conmigo, y luego, si vos me ayudás, usamos guantes y cuando nadie nos ve, alguna noche, la sacamos en una bolsa de basura y la llevamos bien lejos.
¡Y no lo decía tímidamente! A él le parecía una buena idea, sólo le faltaba el empuje de alguien que lo ayude.
- Pero... ¿cómo se te murió? - le pregunté.
- No sé. Le acabé en la boca y se desmayó. Le tomé el pulso y está remuerta. ¡No late por ningún lado!
- Pará que voy a ver.
Entré a la pieza y encontré a una chica medio gordita, que repetía en voz baja: “Hijo de puta, hijo de puta”. Cuando me vio me empezó a decir: “No me hagás nada, salí de acá”. Bueno. Al menos no estaba muerta aunque estaba más drogada que Brian Jones o Jim Morrison en sus últimos días. No se podía ni mover de tan dura que estaba. En realidad no era una chica gorda. Uno miraba su cuerpo y estaba bastante bien, tenía algunas curvas. Pero los cachetes de su cara delataban su pasado obeso y los esfuerzos que debería hacer para tratar de adelgazar.
- Miguel. Vení que no está muerta - lo llamé.
Entonces apareció Miguel sonriendo por haberse sacado el peso de encima. Cuando la vio con los ojos abiertos le dijo (ordenó) que se levante y se vaya.
- No me gusta que me echen - decía la gordita.
- Dalé. Rajá de acá.
Y como no se podía levantar la empezamos a vestir entre los dos. Pero no podíamos. Al final le atamos el corpiño al revés, le pusimos la camisa y la intentamos levantar en vano.
Después nos dimos por vencidos y la dejamos durmiendo, clausurando esa pieza, que era en la que generalmente dormía Miguel. Al otro día la gordita se levantó y se fue. No se acordaba de mucho, pero no nos miraba con buena cara. Yo no fui.

Hay otras anécdotas de esa época que no las puedo contar, porque algunas me involucran y podría terminar preso por ellas. Además no tienen nada que ver con mi historia de Amor.


37.- El despertar de Lucía


Y Lucía finalmente despertó. Un día nublado y dichoso, cuando yo no estaba en el hospital, comenzó a abrir a los ojos y a recobrar el conocimiento, como una flor que nace entre unas piedras y le alegra la vida a las personas que les gustan las flores.
Ese día llegué al hospital para estar con Dolores, como solía hacerlo. Cuando la encontré, en el pasillo, me abrazó y me contó que Lucía había recobrado el conocimiento y la estaban cambiando de pieza. Lloraba y yo también lloré, porque ahora me resultaba más fácil, ahora estaba más sensible a los acontecimientos. Me puse muy frenético, los nervios comenzaron a recorrerme todo el cuerpo y, como tenía que esperar un rato y no podía aguantar ni un microsegundo, decidí ir corriendo a una florería, ocho cuadras a toda velocidad y transpiración. Lo hice porque:

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