Pocas veces sentí que me mentían tanto en la cara como con un episodio de Raúl Alfonsín que no tuvo demasiada repercusión. Ocurrió hace algunos años, cuando él era senador. Estaba sentado en un su banca, y una cámara lo tomó desde arriba, con zoom, mientras él anotaba, de su puño y letra, en un papelito: “A este expediente hay que cajonearlo”. Eso no me pareció tan mal (entiendo que la política a veces lleve a situaciones como esa), pero lo que realmente me indignó fue que, cuando lo entrevistaron acerca de ese suceso, dijo que “en la jerga política, cajonear significa activar”. Pocas veces sentí tanta indignación. Meses después, Alfonsín renunció a su banca de senador para “dedicarse al partido”.
Aclaro esto para que quede claro que Alfonsín no me cae demasiado simpático. Sin embargo, yo creo que era un buen tipo y tenía buenas intenciones. Desde mi punto de vista, quería hacer una política similar a la que luego pudieron desarrollar (con mucho éxito) Néstor y Cristina. Lo que le pasó fue que, en el contexto de la década del 80’, si se intentaba hacer un 10% de lo que pudieron hacer Néstor y Cristina, tenías un golpe de estado asegurado. De hecho, fueron varios los levantamientos armados que tuvo que sufrir el gobierno de Alfonsín. Su más grande logro fue poder juzgar y condenar a los militares (obvio que no estoy de acuerdo con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, pero las entiendo porque, de lo contrario, probablemente hubiese habido otro golpe de estado en 1987) y consolidar la democracia. Económicamente fue un desastre total, no tanto por falta de capacidad ni de intenciones sino por falta de condiciones.
Alfonsín se definía como “social-demócrata” y su gobierno estaba acusado de “zurdito”. Había algo llamado “la coordinadora” que, dicen, firmaban con lapiceras rojas. Por eso me sorprende que los radicales actuales lo reivindiquen, ya que ahora son unos fachos derechosos que poco tienen que ver con lo que Alfonsín quiso hacer y no pudo.
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