miércoles, 23 de diciembre de 2015

Un Viejo Me Cuenta Su Dolor (A.K.A. La Enfermedad Sin Cura Que Se Estira Como Un Chicle)



Una sábado a la noche, a principios de la década del 90, me tenía que encontrar con mis amigos en un club lujanense, de esos de los que ya hablé acá, para escabiar algo antes de ir al boliche. Mis ansias me hicieron llegar temprano. Era un club de borrachines, pero esa noche había un solo bebedor, sentado en una mesa, viejo y panzón, a quien conocía de vista, seguramente de verlo ahí mismo en alguna ocasión.

Pedí una birra y me senté cerca. El viejo me invitó a sentarme a su mesa. No creí que pudiéramos tener una charla sobre rock progresivo o libros, que eran los temas de los cuales me gustaba hablar, pero más por respeto que por ganas, acepté su invitación.

No recuerdo cómo surgió, pero me contó que había combatido en la Segunda Guerra Mundial, y lo horroroso que eso había sido para él. Me dijo que varios amigos habían muerto en sus brazos con heridas horripilantes, así como muchos otros que no eran sus
amigos pero que igual los conocía; que nunca se iba a olvidar del olor a carne quemada, que ese olor era el más horrible del mundo, y que ver amigos suyos a los que les faltaba una parte de su cuerpo o tenían destruídos algunos órganos le daba una impotencia feroz, porque su naturaleza lo impulsaba a tratar de sanarlos, pero no podía hacer nada más que acariciar a la persona que se iba a morir en pocos minutos. Me contó que una vez terminada la guerra entraron a un campo de concentración abandonado, y encontraron miles de cuerpos muertos, apilados, raquíticos, esqueléticos, como formando una torre. La pila de cuerpos se movía, y no sabían si era por lo mismo que se puede mover una torre de cartas, o si algunos estaban vivos todavía, o si sus propios pasos (que daban mientras vomitaban) provocaban ese movimiento. Me dijo que en diferentes momentos de la guerra pasó hambre, pero hambre de verdad, y que durante varios días se alimentó de raíces de árboles. Me dijo que luego, al volver, antes de venirse a vivir a Argentina, tuvo colapsos nerviosos durísimos, durante años (ahora pienso que quizás tuvo ataques de pánico.) Y me contó que lo peor fue que al volver, encontró que la gente no lo entendía. Solo podía hablar con ex combatientes, ya que al resto de la gente con los que quería compartir estas historias, parecían no entenderlo o no poder llegar a percibir todo el dolor que él había sentido y absorbido, y que la incomprensión que sentía por parte del resto del mundo multiplicaba su dolor. No me lo dijo, pero entendí que sentía que debían respetarlo más por todo lo que había vivido. Se hizo un fondo blanco del vaso de vino que estaba tomando. Habían pasado más de 45 años del fin de la Segunda Guerra Mundial.

Le dije que yo podía entenderlo y se me ocurrió preguntarle si él bebía para tapar el dolor. Pareció sorprendido con mi pregunta (no enojado) como si nunca hubiese relacionado el dolor con el vino. Me retrucó que mi pregunta era boluda, ya que en lugar de estar tapando el dolor, el vino se lo había hecho abrir, soltar el dolor contándomelo a mí. Le dije que tenía razón, pero que el dolor mental era algo que uno debía manejar, inspeccionar, preguntarse sus causas y consecuencias, tratar de apaciguar, tratar de no trasladarlo a los demás, en fin... seguramente algunas ideas que tenía en ese momento por haber leído a algún gurú de la India. En retrospectiva, hoy me veo como un pendejo boludo que intentó explicarle algo a un hombre muy experimentado. La verdad es que le dije lo primero que se me ocurrió.

Llegaron mis amigos y me fui a una mesa con ellos. No recuerdo qué pasó esa noche, seguramente me habré emborrachado, habré ido al boliche, y me habré vuelto fracasado y cagado de frío. Pero sí recuerdo que al otro día, domingo, después de almorzar, me acosté en mi cama con el estómago revuelto, y la resaca era distinta. Las palabras del viejo se repetían en mi cerebro, se cruzaban, me azotaban, y me daban la sensación que nunca iba a poder sacármelas de la cabeza. Me pregunté por qué la vida era tan “¿injusta?” con algunos, por qué a mí casi no me habían pasado desgracias y a otra gente tantas. ¿Acaso se debía a algo karmático? ¿Acaso me tocaría pagarlas todas juntas en algún momento? ¿Por qué había recibido tanta información? ¿Qué debía hacer con ella? Por aquellos tiempos yo tenía una filosofía que más o menos me hacía pensar que todo lo que pasaba era por algún motivo, que la casualidad no existía, y que por lo tanto el encuentro con el viejo (y su apertura para contarme esas cosas) debía ser por alguna razón que debía descubrir. Desesperado, buscando una solución para el barullo mental de esa tarde resacosa de domingo, se me ocurrió “meter el conocimiento del dolor de ese viejo en mis huesos”. Es decir, yo lo comprendía (aunque su historia no me causó dolor), pero si podía meter esa historia en mis huesos, quizás me iba a servir para que cuando me tocase sufrir, poder acordarme de ese dolor (que seguramente iba a ser más chico que el dolor del viejo), y de esa manera atenuar mi propio dolor. Pensé eso y los recuerdos de la noche anterior se fueron desvaneciendo al igual que la resaca, que en aquel tiempo duraba menos.

Pasaron 25 años desde ese momento, y no tuve que recordar muchas veces el dolor del viejo ese. Tuve dolores propios, sí, por supuesto. Amores no correspondidos, algunas chicas que me forrearon, y otras molestias menores. Etapas de bajón donde uno se pregunta “¿Qué estoy haciendo con mi vida?” Entiendo que fueron dolores pequeños comparados con las historias de otras personas. Sin embargo siempre me pregunto cómo se mide. El dolor es algo tan íntimo y no hay un medidor de dolor. ¿Cómo sabemos si el dolor de un chico al que no le compran el juguete que desea es mayor o menor del de alguien que perdió un ser querido? ¿Cómo sabemos que el dolor de alguien que se descubre cornudo es mayor o menor que el que siente un jugador de fútbol que erró un penal definitorio? ¿Enterarse que tenés cáncer provoca más o menos dolor que matar a alguien sin querer? ¿Para qué querríamos medirlo? Podemos imaginarlo pero no lo sabemos a ciencia cierta. No hay medidor de dolor porque es algo muy interno, muy íntimo, y que surge de la correspondencia o no con ciertas expectativas que uno tiene. La actitud con la que encaramos nuestros dolores tiene mucho que ver. Ver el vaso “medio lleno” o “medio vacío” seguro que tiene algo que ver con la intensidad con la que nuestro dolor nos joderá, más allá de las causas que lo hayan provocado, más allá de su intensidad "real".

Por último quiero recordar una canción muy desconocida e impresionante de Fito Páez. Se llama “El Dolor”, es del año 2013, y la primera vez que la escuché no podía creer estar escuchando algo así (algo muy distinto a las canciones que escuchamos habitualmente.) La escuché en mi auto y la tuve que escuchar varias veces seguidas. Y unos días después se la hice a escuchar a una chica y se largó a llorar. Era una chica muy sensible.


EL DOLOR – FITO PÁEZ (2013)

Lento... el dolor atraviesa la rosa de mi noche
Despiadado, incesante, asesino, parecido a nada
Con tu rostro que hoy es el suyo.
De pensar en algo, pensaría en nuestra primera luna
Pero me salta tu mano en su bragueta,
Y eso es una cuchilla lenta, despiadada, incesante, asesina.
Movería casi todo de lugar para volver un momento a revivir
Aquel primer segundo de maravillosa gloria
Pero hoy solo tengo la indiferencia del dueño con el perro
Inmóvil, lenta, despiadada, incesante, asesina y antes que cante el gallo
Me prometo no volver a enamorarme de ti
Ni de nada que aterrorice tanto.

Lento el dolor hace su trabajo sucio, el que nadie quiere
En la silla el soldado sin piernas
En el estomago del pibe con el chungo en la mano,
Durante el día y la noche
En el corazón de los lúcidos,
En la boca de los subtes, en el rancho
Y es una bestia tan grande
Que uno prefiere adaptarse pronto a ella
Y hacer de cuenta que no está, pero está…

Y en la mañana se llama Dolor El Magnífico
Y tiene el reuma en la columna
Y varices en las piernas
Y ahora tiene mi rostro que es el tuyo también
Se mueve con la libertad de un chicle,
Se pega se estira, cambia de forma
Y vive aquí en el centro de nuestro corazón.

Ahh! el dolor, ¿Quién le puso la cirrosis a mi hermano?
¿Su jefe,? ¿Su mujer? ¿Sus fantasmas? ¿La desesperación?
¿El tren que nunca llega? ¿La cárcel? ¿El manicomio?
¿Las pastillas? ¿El tabaco?

Ahh! ¿Quién le puso el cáncer a mi madre?
¿El hombre que amó y no la quiso?
¿Rosario? ¿La naturaleza? ¿Un error médico? ¿Su madre?
¿Su profesor de piano? ¿La mediocridad?
En fin no hay remedio hoy conocido
Ni significado de su origen en el mercado,
Solo sé que lento, el dolor atraviesa la noche de mi rosa…





2 comentarios:

Frodo dijo...

Muy buena historia che, llena de sensaciones.
Me gustan los bares de borrachines, grandes personajes se encuentran
Voy a recorrer tu blog para ver lo que publicaste anteriormente

Saludos!

Ale R dijo...

Gracias Frodo! Yo también voy a recorrer el tuyo.