miércoles, 9 de febrero de 2011

Dos Anécdotas Personales, Pelotudas y Divertidas Con La Policía


No me gusta la policía, quizás por una cuestión generacional. Supongo que debe haber muchos que son buenos, pero a la mayoría los imagino corruptos, aunque no tengo pruebas fehacientes. Por corruptos me imagino acciones que en otros países maneja la mafia, como por ejemplo “protección” a los cabarets, al juego ilegal, piratería del asfalto, impunidad para golpear a la gente, liberación de zonas para cometer delitos, y un sinfín de rumores más que seguro son verdad.

No tengo muchas anécdotas con la policía. Algunas ya las conté, otras no puedo contarlas. Tengo muchas
que no son personales, sino con mi persona unida a la masa, donde miles de personas nos enfrentábamos verbalmente con la policía, muchas en la cancha de Boca y muchas en recitales. En la puerta de los recitales de los Redondos, algunos jugaban a “robarle la gorra” a la policía, o apedrear con ladrillos a sus caballos. Pero hoy voy a contar dos anécdotas personales, pelotudas y divertidas con la policía.

01.- Razzias En 1989

Corría 1989 y yo acababa de cumplir 18 años. Por esa época, en los boliches solía suceder que, de repente, se prendían todas las luces y entraban muchos policías a pedirle documentos a todos, con el objeto de llevarse menores. En ocasiones tuvimos que escapar por los fondos del boliche, pero la mayoría de las veces no llegábamos a ese punto porque los dueños están preavisados del operativo y nos alertaban antes de que ocurriese. “Hoy hay razzia, chicos”, nos decían, y nos íbamos cabizbajos a escabiar a otro lado.

Era una situación medio chota porque nadie quería que los padres lo vayan a buscar a la comisaría un sábado a las 4 de la mañana. Por eso, con mis 18 años recién cumplidos, y mi cédula de identidad que así lo certificaba, sentía una sensación muy agradable y hasta deseé que hubiese una razzia para poder demostrarle a la maldita policía que yo ya era todo un adulto, a pesar de que mi cara dijese lo contrario., y mirar  relajado mientras todos los "pendejos" trataban de zafar. Y eso sucedió pronto.

Esa noche, se prendieron las luces justo cuando me estaba parloteando a una mina, e irrumpieron más de 20 uniformados a pedir documentos a todo el mundo. Pero yo estaba en estado etílico avanzado, así que me dediqué a recorrer el boliche y se me ocurrió la brillante idea de pedirle documentos a las chicas, con el fin de entablar una conversación. Divisé a una que estaba parada sola en el medio de la pista, y parecía un poco más grande que el promedio del boliche, lo cual significaba más posibilidades de estamparla. La miré, me miró, y entablé el siguiente diálogo:

- Documentos – le dije, poniendo cara seria.
- ¿Qué?
- Soy policía, documentos – insistí.
- No, nene, yo soy policía – me dijo, mientras me mostraba una credencial y llamaba a algunos de los uniformados.

Era una mujer policía de civil, que acompañaba de incógnito el operativo. Tres uniformados me rodearon para pedirme documentos. Me dejaron ir porque me vieron cara de muy asustado, no porque tuviese 18 años ya.

02.- No Direction Home

Ya en la década del 90, me había sentado en un bar lleno de gente con tres chicas lindas, a las cuales estaba tratando de impresionar con anécdotas, ya que estaba en una etapa muy experimental de mi vida. De repente, otra vez, cortaron la música y aparecieron como 10 policías. Yo me enojé porque me estaban cortando el rollo y, para impresionar a las chicas, empecé a gritar: “Eh, pongan música, ¡putos!”, y cosas así. Esta vez el operativo tenía objetivos concretos. Vi que la policía se estaba llevando, con el brazo doblado en su espalda, a un afroargentino con pinta de dealer, que estaba en el patio de atrás. Pero la música no volvía y entonces, mientras golpeaba la mesa para hacer un ritmo, me puse a cantar: “Policía, policía, ¡qué amargado se te ve! Vos viniste a hacer la razzia, tu mujer se fue a coger”. Como las chicas se reían la canté como 5 o 6 veces, hasta que alguien me tocó el hombro de atrás: un policía. Me pidió documentos y me paré y le di mi cédula de identidad. Todo el bar me estaba mirando. Se me pasó el pedo al instante y pensé que esa noche iba a terminar apaleado, no por el palito-de-abollar-ideologías (que por lo menos te da posibilidad de contar que fuiste víctima de apremios ilegales por luchar por causas justas), sino por algo mucho peor, por el palito-de-abollar-a-pelotudos-que-se-quieren-hacer-los-vivos-pero-son-muy-forros.

- ¿De dónde es usted? – me preguntó uno, mientras miraba mi cédula, y otros dos me observaban cruzados de brazos.
- De acá a tres cuadras.
- ¿Es de Luján?
- Sí, acá, en la calle Ituzaingó.
- ¿Y cómo sé que no me está mintiendo?
- Y… porque lo dice en la cédula.
- Ah… ¿sí? A ver… muéstreme dónde lo dice – me dijo, mientras me devolvía la cédula.

Tomé la cédula y la miré como cinco veces de ambos lados. ¡No decía la dirección! La miré tantas veces porque creía que no la encontraba por el pedo que tenía.

- Bueno, no lo dice pero le aseguro que es verdad. Vivo acá a tres cuadras.
- ¿Y qué estabas cantando, pibe?
- No, nada, estaba tratando de hacer reír a las chicas.

Esa vez tampoco me llevaron porque me habrán visto cara de asustado y pelotudo. Las chicas, que no querían verse involucradas, se pararon y se fueron a otro bar. Esa noche me enseñó que las cédulas de identidad de la década del 90 no tenían la dirección (tampoco vencían) y que las chicas no se impresionan por esas cosas. La lección no fue bien aprendida porque seguí haciendo las mismas boludeces durante años.

No hay comentarios.: