domingo, 6 de febrero de 2011

Edmundo

            A Edmundo no le gustaba que lo llamaran Edmundo. Su verdadero nombre era Federico Edmundo Velazquez y, quizá por lo poco común de su segundo nombre, y seguro porque a él le molestaba, todos sus amigos lo llamábamos así: Edmundo.

            Él fue siempre uno de los más populares de nuestro grupo de amigos, ese al que todos llamábamos porque siempre sabía cuándo y dónde nos reuniríamos. Nadie le había dado ese trabajo de coordinador, pero lo hacía a la perfección, y no parecía molestarle. Sólo le molestaba, ya saben, que lo llamasen Edmundo.

            Había obtenido tan feo nombre por herencia de su abuelo, un hombre recto a quien él no había llegado a conocer, pero que su padre recordaba con el cariño necesario como para bautizar así a su hijo, piadosamente como segundo nombre.

            Obviamente, él se presentaba como Federico. Con el tiempo, cuando adquirió la edad suficiente para diferenciar a los verdaderos amigos de aquellos que merodean por ahí, había aceptado que nosotros lo llamemos Edmundo, pero ojo con tomarte la confianza de llamarlo así si no estabas dentro de nuestro selecto grupo: más de un confianzudo se había tenido que comer varias piñas de Edmundo, y te aseguro que pegaba fuerte (a mí nunca me pegó, pero vi varias bocas rotas luego de haber pronunciado su segundo nombre en tono amigable.)

            Entre nosotros se daba un hecho raro:
cuando uno estaba a solas con él, mano a mano, siempre era Federico, o Fede. Pero cuando dos o más estábamos reunidos y había que pronunciar su nombre, Federico no existía y él siempre era Edmundo. Había aprendido a comprendernos.

            Y fue toda una vida junto a él, o al menos la parte más importante de la vida. Edmundo y yo haciendo viboritas de plastilina, allá por el jardín de infantes, para tratar de meternos bajo el escritorio de la "señorita" y verle la bombacha; jugando a la bolita en la casa de Juan Carlos; escapándonos de la escuela, aquellas tardes en que pelota era lo más importante, y la vieja puta de al lado que nunca nos la quería devolver; volviendo del “asalto” de la Gorda Delucca, con nuestras botellas de Coca Cola de litro vacías, pateando tachos de basura y tocando timbres al azar, corriendo, fugándonos de la responsabilidad en la que un día, lamentablemente, caeríamos; aquella canción de GAROMPA PARADA, nuestro grupo favorito, que repetía en su pegadizo estribillo: “El mundo es inmundo, me hundo, me hundo”, y que tenía el efecto de, cada vez que sonaba, en cualquier reunión o fiesta, nos reuniéramos en torno a Edmundo para cantársela, lo cual bancaba aunque no le hacía gracia, porque éramos sus amigos; nuestras primeras borracheras, y esa noche que dormimos en el calabozo; nuestros sueños; aquel descontrolado viaje a Bariloche; la orgía en la despedida de soltero del Turco Ricardo, ese día en que todas las putas le decían Edmundito y él se enojó; nuestras risas y su enojo cada vez que alguien descubría su segundo nombre, o que simplemente pronunciaba una frase que comenzase con “el mundo..:” y entonces todos lo mirábamos instantáneamente, nuestro gran chiste interno; y la edad madura, cuando nuestras obligaciones sólo nos permitían vernos los fines de semana pero, aunque ya no teníamos tiempo para pelotudear y arrojarnos piedritas en una plaza, él seguía siendo nuestro Edmundo.

            No les voy a contar mucho sobre su velorio y entierro, el día después de la noche en que chocó su auto contra un poste de luz, sin cinturón de seguridad ni airbag. No los quiero agobiar contándoles como todos nosotros llevamos su cajón, y esperamos hasta que se fueran todos (incluso la gritona de su mamá), y luego dijimos: “Edmundo” mientras yo me sorprendía al ver por primera vez en mi vida al Piragua llorando. Aquel lunes al mediodía, decidimos que a Edmundo le gustaría que lo recordásemos emborrachándonos, y nos fuimos todos a escabiar a un bar. No, no vale la pena contarles todo eso, porque sucedió hace mucho tiempo, hace más de dos años.

            Lo que si quiero contarles es lo que me pasó esta mañana. Yo estaba trajeado, en un auditorio lleno con capacidad para quinientas personas, escuchando la conferencia de un yanki que hablaba sobre el hambre mundial. El tipo hablaba en inglés, con un traductor al lado, pero cuando sabía las palabras en castellano las largaba. Yo estaba medio distraído cuando lo escuché decir que “el hambrrrre del mundou” no sé qué, y entonces levanté la vista y busqué con la mirada a Edmundo y a mis amigos, y ninguno estaba allí,  a todos nos estaban garchando las obligaciones y los hijos, y me acordé que Edmundo estaba muerto y me levanté con cara de descompuesto, porque necesitaba cruzar la mirada con él, y contener la risa, necesitaba la complicdad de retroceder algunos años y estar escabiando con mis amigos y Edmundo, porque en mi cerebro sonaba aquel tema de Garompa Parada,  ese que decía que el mundo es inmundo, porque me había dado cuenta que la responsabilidad ya me había alcanzado y... ¿qué hacía yo ahí escuchando al yanki ese? ¿por qué no estaba con Edmundo y mis amigos, riéndonos y tomándonos unas birras?

            Salí de esa sala y me senté a fumar un pucho por ahí. Más de uno habrá pensado, por mi cara, que me había descompuesto, que el yanki había logrado conmoverme con su descripción del hambre mundial. Pero lo que me pasaba era muy distinto: si el mundo era inmundo era porque Edmundo ya no estaba más en él.

ALEJANDRO RAMPAZZI
05/10/2.000

(Dedicado al Muyi, que casi no usa Internet, está vivo, y lo quiero con todo mi corazón, y su segundo nombre es Getulio, en homenaje al presidente brasilero Getulio Vargas.)

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