miércoles, 14 de enero de 2015

Un Hombre Explica Por Qué Prefiere Quedarse Soltero



En el libro The Portnoy Complaint (1969), de Philip Roth, el personaje Alex Portnoy explica de forma muy sincera por qué prefiere seguir estando soltero a sus 33 años. Recomiendo no leerlo si sos una chica esperando su príncipe azul.

Sí, vergüenza y oprobio, Alex P. es el único de toda su clase del colegio que aún no ha dado nietos a su papá y su mamá. Todos ellos se han casado, cada cual con su hermosa judiita, y han tenido hijos y han comprado casas y (cito a mi padre) han echado raíces, mientras todos los demás hijos prolongaban sus apellidos, él se ha dedicado a… ¡perseguir conchas! ¡Y, para colmo, conchas de shikse! A cazarlas, a olerlas, a lamerlas, a shtupeárselas, sobre todo, a pensar en ellas. Noche y día, en el trabajo y en la calle… Con treinta y
tres años que tiene, aún sigue merodeando por las calles con los ojos fuera de las órbitas. Un milagro, que aún no lo haya hecho fosfatina un taxi, con el modo que tiene de cruzar las principales arterias de Manhattan a la hora del almuerzo. ¡Treinta y tres años, y aún sigue comiéndose con los ojos a todas las chicas que cruzan las piernas delante de él en el subte, y fantaseando con ellas! Aún sigue maldiciéndose por no haberle dirigido la palabra a un suculento par de tetas que subieron, a solas con él, veinticinco pisos de ascensor. Luego, también se maldice por lo contrario. (....) ¡Qué daño se está haciendo, ese pedazo de idiota, y furtivo, y maníaco sexual! Sencillamente, no es capaz de controlar —no quiere controlar— las calenturas de su putz, las fiebres de su cerebro, ese permanente deseo que arde en su interior de novedad, de descontrol, de lo no previsto y, no sé si podrá usted figurarse una cosa así, de lo jamás soñado. En lo que a la conche se refiere, vive en un estado que no implica disminución ni refinamiento de lo que era cuando tenía quince años y en clase no podía levantarse de su sitio porque estaba tapándose la erección con el cuaderno de espiral. Todas las chicas que él ve (agárrate a la brocha, que me llevo la escalera) al final resulta que tienen entre las piernas… una auténtica concha. ¡Sorprendente! ¡Para quedarse con la boca abierta! Aún no ha logrado superar la fantástica idea de que cuando miras a una chica, ¿qué es lo que sin duda alguna lleva puesto? ¡Una concha! ¡Todas tienen concha! ¡Ahí mismo, debajo de la ropa! Conchas, para coger. Y, doctor, Señoría, cómo se diga, para él no parece haber diferencia entre lo que saca en limpio y lo que no, porque mientras bombea la concha de hoy lo que hace es soñar con la concha de mañana. ¿Exagero? ¿Estoy cargando las tintas, en plan alarde? ¿Estoy presumiendo, quizá? ¿De veras experimento semejante agitación, tamaña cachondez, como si fuera una enfermedad… o como si fuera una hazaña? ¿Ambas cosas? Podría ser. ¿O es solamente un medio de evasión? Oiga, por lo menos no sigo, a los treinta y tantos, atrapado en matrimonio con alguna persona agradable cuyo cuerpo ha dejado de interesarme, mírese como se mire; por lo menos no tengo que irme a la cama todas las noches con alguien a quien, en general, me cojo por compromiso, sin deseo. Me refiero a esas depresiones de pesadilla que mucha gente padece cuando llega el momento de irse a la cama… Por otra parte, hasta yo reconozco que tal vez haya cierta perspectiva, algo un poco deprimente en mi situación, también. Claro está que no se puede tener todo, o eso tengo entendido… Pero la cuestión que estoy dispuesto a plantearme es: ¿Tengo algo? ¿Cuánto tiempo más voy a seguir llevando adelante estos experimentos con las mujeres? ¿Cuánto tiempo más voy a seguir metiendo la cosa en todo agujero que se preste?… Primero este agujero, luego, cuando me canso, el de más allá… y así sucesivamente. ¿Cuándo terminará esto? Pero ¿por qué tiene que terminar? ¿Para dar gusto al padre y la madre? ¿Para ajustarse a la norma? ¿Por qué tengo que buscarle tantas justificaciones a ser algo que antaño respondía al honorable calificativo de «soltero»? Al fin y al cabo, de eso estamos hablando, sencillamente, sabe usted: de la soltería. De manera que ¿cuál es el delito? ¿La libertad sexual? ¿A estas alturas? ¿Por qué he de ceder ante la burguesía? ¿Les pido yo a ellos que cedan ante mí? Quizá sienta uno, un poquito, la atracción de la vida bohemia, pero ¿qué hay de malo en ello? ¿A quién hago daño con mi deseo? No me dedico a chantajear señoras, no les retuerzo el brazo para que se metan en la cama conmigo. Soy, aunque me esté mal decirlo, un hombre honrado y compasivo; en serio, siendo los hombres como son, hoy día… Pero ¡por qué tengo que explicarme, que poner excusas! ¡Por qué tengo que justificar con mi Honradez y mi Compasión la existencia de mis deseos! Muy bien, pues tengo deseos… y no tienen fin. ¡No tienen fin! Y eso, eso, bien podría ser una auténtica bendición, si lo vemos, por un momento, desde el punto de vista del psicoanálisis… Por otra parte, el inconsciente no puede hacer otra cosa que querer, según nos dice Freud. ¡Querer! ¡Y querer! ¡Y QUERER! ¡Me conoceré yo bien a Freud! Ésta tiene un culo bonito, pero habla demasiado. Ésta, en cambio, no dice nada, o no, al menos, nada que tenga sentido… pero, hermano, ¡cómo la chupa! ¡Qué bien se conoce la pija! Y esta otra es una chica encantadora, con los pezones más suaves y más rosados y más enternecedores que jamás he tenido entre los labios, pero se niega a mamármela. Qué raro, ¿no? Y, sin embargo —vaya usted a comprender a la gente—, le encanta, durante el polvo, tener uno u otro de mis dedos índice cómodamente alojado en los adentros del ano. ¡Qué cosa tan misteriosa! ¡Qué fascinación infinita, la de estas aperturas y orificios! Mire usted, es que no puedo parar. Ni atarme a uno solo de ellos. Tengo relaciones que duran todo un año, un año y medio, meses y más meses de amor, tierno y voluptuoso, pero al final —tan cierto como que vamos a morir— el tiempo pasa y el deseo se reblandece. Y acabo sin poder dar el paso final, es decir, casarme. Pero ¿por qué habría de casarme? ¿Por qué? ¿Hay alguna ley que diga que Alex Portnoy tiene que ser marido y padre de alguien? Mire, doctor, pueden subirse al alféizar de la ventana y desde allí amenazar con despachurrarse contra el suelo, pueden amontonar el Seconal hasta el techo… Puedo pasar semanas y más semanas viviendo aterrorizado por culpa de la proclividad de esas chicas inclinadas al matrimonio a arrojarse a las vías del subte, pero no puedo, me es sencillamente imposible, no lo haré, eso de obligarme por contrato a dormir con una sola mujer durante el resto de mis días. Figúrese: suponga que voy y me caso con A, con sus dulces tetas, etcétera, ¿qué ocurrirá cuando aparezca B, que las tiene todavía más dulces —o, en todo caso, más nuevas? O cuando aparezca C, que menea el culo de un modo especial, nunca por mí experimentado antes; o D, o E, o F. Estoy tratando de ser franco con usted, doctor, porque, tratándose de sexo, la imaginación humana se pone fácilmente en Z, y aún más allá. ¡Tetas y conchas y piernas y labios y bocas y lenguas y ojetes del culo! ¿Cómo voy a renunciar a lo que aún no ha sido mío, dado que toda chica, por deliciosa y provocativa que alguna vez haya podido parecerme, acabará resultándome más familiar que una barra de pan, y eso no hay quien lo evite. ¿Por amor, tendría que renunciar? ¿Qué amor? ¿Es amor lo que une a todas esas parejas que conocemos, las que se toman la molestia de unirse? ¿No será más bien la debilidad? ¿No serán más bien la comodidad y la apatía y la culpa? ¿No serán más bien el agotamiento y la inercia, la pura y simple falta de redaños, muchísimo más que ese «amor» que no se les cae de la boca a los consejeros matrimoniales y a los compositores de canciones, y que es el sueño de los psicoterapeutas? Por favor, vamos a no vendernos la moto unos a otros, con la mierda del «amor» y su duración. Por eso pregunto: ¿cómo puedo casarme con alguien a quien «amo», sabiendo muy bien que dentro de cinco, seis, siete años, voy a echarme de nuevo a la calle en busca de alguna concha nuevecita y fresca, mientras mi muy devota mujer, que me ha montado una casa estupenda donde vivir, etcétera, ha de soportar bravamente su soledad y mi abandono? ¿Cómo hacer frente a sus terribles lágrimas? No podría. ¿Cómo ponerme delante de mis adorados hijos? De modo que a divorciarse tocan, ¿no? La manutención de los hijos. La pensión. Los derechos de visita. Maravillosa perspectiva, maravillosa. Y ¿qué decir de una persona que se mata porque yo prefiero no permanecer ciego al futuro? Pues que el problema es suyo, sin duda. No hay excusa ni pretexto que puedan valerle a nadie para amenazar con el suicidio sólo porque yo tengo la sensatez suficiente para ver de antemano las frustraciones y las recriminaciones que el futuro va a ofrecernos… Nena, por favor, no aúlles de ese modo: van a pensar que te estoy estrangulando. Mira, nena (me oigo alegar, el año pasado, este año, todos los años de mi vida), no te va a pasar nada, de veras, nada en absoluto; vas a estar mejor que ahora, mucho mejor, como una rosa, así que, por favor, so guarra, ¡vuelve a meterte en esa habitación y déjame ir en paz!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ale Portnoy,(interpreto) desea el descontrol para zafar de su narciso que lo ancla a la simbiosis con el otro materno y el recontrasuperyo crece y crece ocupando su ser con miedo (de ahí el asunto de la moralina) y vaciándolo de amor.

Por ahí una hermosa judiita sería la mejor talk cure.

Neshikot

Anónimo dijo...

Monserga psicoanalitica de sobremesa aparte... que genial el final de este libro, imborrable.

Ale R dijo...

Sí, quizás tengas razón. Las fiestas se pagan con depresiones. Está todo bien hasta que parás la pelota.