Hoy me estoy yendo
Continuaré mi camino
De esto no puedo decir nada más
Pero si vos querés
Puedo hacer como vos
Y fingir que nunca nos hemos tocado.
Y si alguien me pregunta
“¿Es fácil de olvidar?”
Le diré: “Es fácil,
Solo elegí a alguien
Y finge que nunca lo has conocido”
(Bob Dylan – No Te Creo (Ella Finge Que Nunca Nos Hemos
Conocido) 1964)
Jorge Hernandez, el taxista, sentía que por fin había llegado el momento
de disfrutar la vida en su plenitud. Todavía no había cumplido los treinta años
y, gracias a su taxi, había logrado independizarse de sus padres, alquilando un
dos ambientes que era visitado casi a diario por distintas damas a las cuales
conocía en su trabajo. Su estrategia consistía en subir la mayor cantidad de
mujeres en edad de merecer, con las cuales mantenía simpáticas conversaciones
donde coincidía con cualquier opinión que las pasajeras vertieran. Apolítico,
era capaz de elogiar a gritos a Guillermo Moreno con tal de trincarse a una
chica de la Cámpora, o de ofender la investidura presidencial con epítetos
tales como “yegua
montonera con uretritis gonocócica” si una pasajera con
ahorros no declarados a la AFIP salía de un Banco donde no le habían permitido
comprar dólares. Tenía el coraje de poner un cd de Ricardo Arjona y elogiar sus
rimas si era necesario, y estaba al tanto de cualquier novedad respecto al
mundo musical, cultural y del programa de Tinelli. Era capaz de decir que Pelé
era mejor que Maradona si la pasajera era brasileña o careta. Sabía oficiar de
psicólogo-compinche cuando le tocaban mujeres de corazones destrozados,
rellenar las cavidades de aquellas con el culo roto, y tenía dones para decir
justo lo que las mujeres querían escuchar, y detectar el momento en que las
bombachas se humedecían. Le daban lo mismo solteras que casadas, gimnastas o
cachondas, culos manzanitas o apanados. Allí donde le dejaban un hueco, él
metía el gol. Todo esto acompañado de sus fornidos brazos tatuados con onda, y
una sonrisa de dientes blancos, parejos y sexuales. Jorge obtenía un promedio
de dos números de celulares o Facebook por día, lo cual consideraba “su lista
de espera”. Cuando se cansaba de trabajar o su testosterona rebalsaba, no tenía
más que llamar a alguna de sus pasajeras, y las pasaba a buscar con su taxi
para llevarlas a su departamento. Cuando paraba a comer con otros taxistas,
mientras ellos hablaban de política, o de como incrementaban sus ingresos
actuando de toxi-taxi, Jorge les contaba que él era del “Partido de las
Conchas” y cambiaba el tema para jactarse de sus conquistas, lo cual lo satisfacía
tanto como el hecho de estar con una mujer distinta cada día. La vida era
hermosa para Jorge Hernandez, quien era feliz porque no se acordaba que un día
se iba a morir (lo cual le impedía cuestionarse sobre los posibles devenires de
ese acontecimiento), ni le importaba su futuro económico ni social ni su nivel
de colesterol. Era feliz porque estaba cumpliendo su sueño: darle y darle a la
matraca.
Un mediodía, antes de empezar su recorrido en busca de nuevas pasajeras,
Jorge tuvo un momento epifánico. Fue a comprar pastillas de menta a un quiosco,
y al salir oyó que una voz infantil le decía:
- Señor, ¿me podría decir la hora?
Esta pregunta primero sorprendió a Jorge, luego lo enfureció.
Miró al chico con desprecio y ni siquiera le contestó. Se subió al taxi y le
cayó la ficha del cerebro: era la primera vez que alguien no lo tuteaba, ya era
grande, ya era un hombre. ¿Qué estaba haciendo con su vida? De repente, toda su
buena onda había desaparecido, el tráfico le parecía insoportable, y ninguna
chica parecía querer subir, solo hombres silenciosos y pendientes de los
equipos del fútbol europeo. Tuvo la visión de su yo-futuro, pelado y panzón,
siendo rechazado por distintas mujeres, con sus tatuajes deformados, y sintió
auto-asco. Anduvo horas replanteándose su personalidad, sintiendo que
necesitaba un cambio urgente, entendiendo que debía buscar a la mujer amada
para formar una familia y encontrar el sentido de la vida en el amor.
Horas después, en el medio de un embotellamiento, una rubia pechugona y
de jeans perfectamente ajustados le preguntó si podía subir a su auto. Tenía un
nombre extraño: Cruela. Por un momento Jorge fue el simpático taxista de
siempre, aunque algo en su interior había cambiado. La charla surgió con tanta
naturalidad que a Cruela no tuvo que pedirle el número de celular, fueron a su
departamento sin escalas. En la mente de Jorge, Cruela no era una mujer, era
una enviada, era el regalo de Dios, era lo que él se merecía. No había sido
casualidad que ese chico no lo tuteara, no había sido en vano la mala tarde que
habían pasado. Todas las piezas empezaban a encajar. Cruela era mejor amante
que todas las anteriores, y comenzaron a frecuentarse con habitualidad. Jorge
no solo sentía amor incondicional por Cruela, sino que tenía una sensación de
hipnosis frente a ella. Se transformó en un bobo dominado, bah.
Dos semanas después, Cruela ya estaba viviendo en su departamento. Le
había cambiado toda la decoración de soltero-sin-gracia-para-adornar, y
manejaba a Jorge, quien respondía a sus órdenes como un cadete a un
teniente coronel. Aquel soltero que solía dejar copas de champagne y forros usados
por todo el departamento, se había convertido en un colimba que cocinaba,
lavaba, limpiaba, aceptaba órdenes como comprar papel higiénico de mayor
suavidad, todo mientras se sentía completo y enamorado, hipnotizado, pero a la
vez seguro de su vida, y feliz, con la seguridad que da la certeza de haber
encontrado a la mujer adecuada, con la fuerza para levantarse que eso da cada
mañana.
Pocos meses después, y aunque en su taxi había dejado de buscar chicas,
Cruela obligó a Jorge a venderlo. Jorge no cuestionó esta orden. Estaba cansado
de manejar y la idea de Cruela de poner una rotisería le pareció excelente, no
solo porque podía estar más horas junto a su amor, sino también porque tendrían
resuelto el problema de la comida.
La rotisería funcionó porque Jorge se la cargó al hombro. Consiguió un
local, lo lijó, lo pintó (bajo la atenta supervisión de Cruela), lo habilitó,
consiguió carteles, buscó proveedores, diseñó el marketing, los folletos y los menús
que luego él se encargó de cocinar, mientras Cruela atendía al público. Nunca
había tenido idea de cómo hacer un negocio, pero la fuerza del amor lo llevó
por buen camino. El negocio marchaba bien, les dejaba buena guita, así que
tuvieron que contratar dos personas: una que la ayude a Jorge con la cocina, la
otra a Cruela con la atención al público. Así fue como Cruela empezó a faltar
al trabajo, cada vez más seguido, sin presentar certificados médicos ni
molestarse en realizar aclaraciones que nadie le exigía.
Una de las noches que Cruela había faltado, Jorge se sintió descompuesto por
unas albóndigas en mal estado, y tuvo que cerrar la rotisería y volver a su
departamento. El espectáculo que encontró fue otro cachetazo al cerebro, donde
en su propia cama había un tipo desnudo con la pija más grande que la suya,
dormida pero todavía con un forro puesto, un forro lleno. Al verlo, el tipo
alcanzó a manotear sus ropas y salió corriendo, y Jorge, shockeado, no supo reaccionar
ni siquiera para una zancadilla. Quedó solo con Cruela, la miró con los ojos
llenos de lágrimas, esperando al menos una disculpa, pero en cambio solo obtuvo
insultos. Entre otros aspectos, mientras se vestía, Cruela señaló a los gritos
que Jorge era mal amante, y que le daba asco su cuerpo, su personalidad y su
poca higiene personal. “¡Siempre tenés olor a comida!”, le gritó Cruela con
tanta intensidad que todo el edificio escuchó. “¿Y qué querés? Cocino en una
rotisería”, murmuró Jorge con la boca casi cerrada, mientras la descompostura
por las albóndigas y el mal momento que estaba pasando le hicieron perder el
control de sus esfínteres en ese mismo lugar. Cruela intensificó sus hirientes
insultos y se fue dando un portazo, al grito de: “Después dicen que el tamaño
de la pija no es importante. ¡Cagón!”.
Jorge quedó tirado en la cama, reconociendo la mezcla entre el olor que
ya había sentido antes pero que ni siquiera lo había hecho sospechar (las
sábanas con transpiración de otro) y el olor de su propia mierda. No tenía
fuerzas ni siquiera para limpiar el piso o apretar el channel-up en el control remoto. Dos días después le llegó una
carta documento, que decía algo así como que en un plazo perentorio tenía que
vender la rotisería y darle la mitad del dinero a Cruela. “Pero la rotisería la
pusimos con la venta del taxi” pensó Jorge pero no le dio mucha importancia a
su pensamiento porque la sangre le llegaba al cerebro con tanta lentitud que
las ideas no se relacionaban entre ellas, ni alcanzaba a distinguir lo justo de
lo injusto.
Su celular sonó. Cruela. “Me va a pedir disculpas”, soñó Jorge. “¡Hola
Cruela!” “Hola Forro Pito Corto. Quería avisarte que el lunes a las diez de la
mañana tenés que pasar por lo del abogado a firmar los papeles por la venta de
la rotisería”. “Creo que antes tenemos que hablar”. “No hay nada que hablar. Yo
voy a aprovechar que vos no estás para ir a buscar mis cosas. No quiero verte
nunca más”. Y le cortó.
Cuando el lunes Jorge volvió de lo del abogado, luego de haber firmado
papeles como un ciego, encontró su departamento vacío. Ni siquiera el sommier
estaba. Ni las cortinas del baño. Ni los cubiertos. Ni el LCD. Ni siquiera su
único libro, El Alquimista, se encontraba en su lugar. Ni el estante que lo sostenía.
Incluso la esponja, la espuma de afeitar (que Cruela usaba para su depilación),
su cepillo de dientes y su desodorante personal habían desaparecido. Quiso
tomar un vaso de agua pero no tenía vaso ni heladera. ¡Hasta las tabletas de
Fuyi Vape se había llevado! Esa noche, aparte de la incomodidad de dormir
llorando y sin colchón, Jorge fue atacado por tres mosquitos, a los que no tuvo
fuerzas para matar. Los mosquitos usaban la estrategia de guerrilla del Che
Guevara y comentaron entre ellos el gusto a tristeza que tenía la sangre de
Jorge.
Con el escaso dinero que recibió por la venta del fondo de comercio de
la rotisería, Jorge pagó el alquiler, los servicios (excepto el cable porque ya
no tenía televisor) y el abono de su celular, el cual solo usó para llamar al
Supermercado Disco para que le trajeran comida y papel higiénico del más
barato. Tardó dos semanas en comprarse un cepillo de dientes, porque el gusto a
óxido que tenía en la boca lo hacía vomitar. Pensó en comprarse un nuevo
colchón pero, en el fondo, quería sufrir por lo que le había pasado. Creía que
debía autocastigarse por haber descuidado a alguien tan maravilloso como
Cruela, así que pasó tres meses acostado en el piso, llorando y dormitando, y
sin el mínimo contacto social. Pudo matar los mosquitos pero, a falta de
limpieza, el departamento comenzó a llenarse de distinta vida animal y vegetal.
Ver como crecían las telarañas fue uno de las pocas cosas que lo distrajeron en
esos meses. Las hormigas iban aumentando su población, pero por lo menos le
limpiaban las miguitas que se le caían al piso. Bautizó Cuca a una de las
cucarachas, en homenaje a Homero Simpson.
Una noche recibió el llamado del Coco Cassini, su amigo de la infancia.
Enterado de su desgracia, el Coco lo invitó a vivir en su casa de Lincoln,
ciudad donde había puesto una zapatería en la cual Jorge podría trabajar. Este
había sido un viejo sueño del Coco, que siempre decía: “¿Sabés cuál es un buen
negocio? ¡Poner una zapatería en Lincoln!” y todos los chicos de la Peña se
miraban extrañados y pensaban si en Lincoln se gastarían más las suelas de los
zapatos y qué raras conexiones ocurrían en la cabeza del Coco para llegar a
esas conclusiones.
Sin nada que perder, y para no volver vencido a la casita de sus viejos,
Jorge gastó sus últimos ahorros en una Prestobarba, un jabón, un shampoo, un
desodorante y un pasaje en colectivo a Lincoln. Al llegar, comprobó que la idea
del Coco había sido visionaria: su zapatería funcionaba de maravillas, con
muchos clientes y una facturación considerable. Coco lo invitó a compartir su
hogar con su mujer y su hija, y todos los días ambos marchaban contentos a la
zapatería, donde Coco veía como se incrementaba su cuenta bancaria y su stock,
y Jorge recobraba la alegría probándole zapatos a las más bellas damas de
Lincoln, como un Príncipe buscando a su Cenicienta. Hasta que la encontró. A
Romina Bianchi, una simpática veinteañera que necesitaba zapatos nuevos para el
casamiento de su última amiga soltera, el zapato que Jorge le puso le calzó
justo.
Unos meses después, Romina y Jorge estaban organizando su propia boda,
lo que alegró al Coco por dos razones: Jorge se iría de su casa y cada casamiento en
Lincoln incrementaba sus ventas de zapatos de fiesta. Al momento de hacer la
lista de invitados, Jorge tuvo de manera súbita una revelación: debía invitar a
Cruela a su casamiento. Quería demostrarle que había podido rehacer su vida.
Envió la invitación diciéndole a Romina que “Cruela es una amiga que quiero
invitar pero seguro que no a venir”.
Aquel día, mientras los novios y los invitados esperaban para entrar en
la puerta del Registro Civil de Lincoln, un taxi de Capital Federal frenó en
ese lugar. Cruela bajó del mismo, con un atuendo no adecuado para una boda. Al
verla, Jorge volvió a sentirse hipnotizado, y se acercó al auto. Cruela le
ordenó a Jorge que pague el taxi, y le pidió que suba un minuto para conversar
antes de casarse. Ante la mirada extrañada de gran parte de la población de
Lincoln, ambos subieron al taxi. Veinte minutos después, al comprobar que no
bajaban, Romina se acercó al taxi, diciéndole a Jorge que ya estaban atrasados,
que eran las doce menos cinco y el casamiento estaba pactado para las doce, que
el juez los estaba esperando. Unos minutos después, Romina observó como el taxi
arrancaba con dirección a Capital, soltó el ramo de flores que tenía en su
mano, y vio como su carroza se convertía en calabaza. El reloj de la iglesia de
Lincoln comenzó a tocar las doce campanadas. La gente comenzó a insultar y el
Coco Cassini deseó que nadie le devuelva los zapatos.
Arriba del taxi, Jorge, a los besos desesperados con Cruela, pensó que
la vida era hermosa, justa y con final feliz. No sospechaba que unos meses
después volvería a estar abandonado y sin un peso, viviendo abajo de un puente,
robando a los que pasaban por su nuevo hogar y fumando paco con unos chicos de
por ahí.
Abajo, en el Infierno, Satanás disfrutaba de la escena mientras bebía un
vodka-tónica.
2 comentarios:
Grande, Camioneta...
Cuando estaba escribiendo este cuento, cuando ya había escrito toda la parte del chico que no lo tuteaba, fui a la almacén de la esquina, y me crucé con una chica (de unos doce años) que me dijo: "Disculpá, ¿tenés hora?" y me puso re-contento. Dos días después, un nuevo novio de una de mis hermanas no me tuteó!!!!!!!!!!
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