domingo, 5 de febrero de 2017

Marcelito Proust Conoce A Una Minita



(Extraído del libro A l'ombre des jeune filles en fleurs, A La Sombra De Las Muchachas En Flor, segunda parte de En Busca Del Tiempo Perdido, 1919. Acá Marcel Proust conoce a una chica y lo cuenta en un párrafo un poco extenso.)

 No quiere eso decir que la presentación a Albertina no me causara placer alguno y que no se me apareciera con cierta gravedad. Pero no me di cuenta de ese placer hasta un rato más tarde, cuando, de vuelta en el hotel y ya solo, volví otra vez a ser yo mismo. Pasa con las alegrías algo semejante a lo que ocurre con las fotografías. La que se hizo en presencia de la amada no es sino un clisé negativo, y se la revela más adelante, en casa,
cuando tenemos a nuestra disposición esa cámara obscura interior cuya puerta está condenada mientras hay gente delante.

  Pero si la conciencia de la alegría se retrasó para mí unas horas, en cambio la gravedad de esta presentación la sentí en seguida. En el momento de una presentación, en vano nos sentimos de pronto agraciados con un "billete" valedero para futuros placeres y tras el que corríamos semanas y semanas comprendemos muy bien que con su obtención se acaban para nosotros no sólo esas penosas rebuscas —lo cual sería motivo de regocijo—, sino también la existencia de un determinado ser, que nuestra imaginación había desnaturalizado; un ser que adquirió magnas proporciones merced a nuestro ansioso temor de no llegar a conocerlo nunca. En el momento en que nuestro nombre suena en labios del que presenta, sobre todo si éste lo rodea, como hizo Elstir con el mío, de comentarios elogiosos —ese momento sacramental análogo al de la comedia de magia cuando el hada ordena a una persona que se convierta de repente en otra—, aquel ser a quien deseábamos acercarnos se desvanece; y es natural que no pueda seguir siendo la misma persona, puesto que —debido a la atención con que ha de escuchar nuestro nombre y con que ha de favorecernos— en esos ojos, ayer situados en el infinito (y que nosotros nos figuramos que no habrían de encontrarse nunca con los nuestros, errantes sin puntería, desesperados — hay ahora, como por arte de milagro, en vez de la Mirada consciente y el pensamiento incognoscible que buscábamos, una pequeña figura que parece pintada al fondo de un sonriente espejo, que es la nuestra. Si el vernos encarnados nosotros mismos en aquello que más distante se nos figuraba es lo que modifica más profundamente a la persona que acaban de presentarnos, la forma de esa persona aún se nos ofrece envuelta en vaguedad, y podemos preguntarnos si será un dios, una mesa o una palangana. Pero las primeras palabras que la desconocida nos diga, tan ágiles como esos escultores en cera que hacen un busto en cinco minutos, precisaran esa forma, le imprimirán un carácter definitivo, que excluirá todas las hipótesis a que se entregaban el día antes nuestro deseo y nuestra imaginación. Indudablemente, Albertina, ya antes de ir a esta reunión, no era para mí ese mero fantasma de una mujer que pasó, entrevista apenas y de la que nada sabemos, fantasma que nos acompañará en nuestra vida. Su parentesco con la señora de Bontemps había limitado esas hipótesis maravillosas y cegó una de las salidas por donde podían desparramarse. A medida que me acercaba a la muchacha y la iba conociendo más, tal conocimiento se realizaba por sustracción, pues iba quitando partes de imaginación y deseo para poner en su lugar nociones qué .valían infinitamente menos; pero a esas nociones iban unidas unas cosas equivalentes, en el dominio de la vida, a las que dan las sociedades financieras cuando se ha reembolsado una acción, a eso que llaman acciones de disfrute. Su apellido, la calidad de sus padres, fueran ya una primera linde puesta a mis suposiciones. La amabilidad de que me dio muestras mientras que observaba yo de cerca el lunar que tenía en la mejilla, debajo de un ojo, fue otra limitación; y me extrañó oírle emplear el adverbio rematadamente en vez de muy, pues al hablar de dos personas decía de la una que era "rematadamente loca, pero muy buena", y de la otra, que se trataba de "un señor rematadamente ordinario y rematadamente aburrido". Y este uso del rematadamente, por poco agradable que resulte, indica un grado de civilización y de cultura al que nunca me figuré yo que llegaría la bacante de la bicicleta, la orgiástica musa del golf. Lo cual no quita para que después de esta metamorfosis aún cambiara Albertina para mí muchas veces. Las buenas y malas cualidades que un ser ofrece en el primer término de su rostro aparecen dispuestas en formación totalmente distinta si la abordamos por otro lado, igual que en una ciudad los monumentos diseminados en orden disperso en una sola línea se escalonan en profundidad mirándolos desde otra parte y cambian sus proporciones relativas. Al principio vi a Albertina más tímida que implacable, y me pareció educada, más bien que otra cosa, a juzgar por las frases de "tiene un tipo muy malo, tiene un tipo raro", que aplicó a todas las muchachas de quienes le hablé; tenía, además, como punto de mira del rostro, una sien abultada y poco agradable de ver, y no encontré tampoco la singular mirada en que hasta entonces había yo pensado. Pero ésta no era sino una segunda visión, y había otras por las que tendría yo que ir pasando sucesivamente. De suerte que tan sólo después de haber reconocido, no sin muchos tanteos, los errores de óptica iniciales se puede llegar al conocimiento exacto de un ser, si es que ese conocimiento fuera posible. Pero no lo es; porque mientras que se rectifica la visión que de ese ser tenemos, él, que no es un objetivo inerte, va cambiando; nosotros pensamos darle alcance, pero muda de lugar, y cuando nos figuramos verlo por fin más claramente, resulta que lo que hemos aclarado son las imágenes viejas que del mismo teníamos antes, pero que ya no lo representan. Sin embargo, y no obstante las decepciones que trae consigo, este ir hacia lo que entrevimos, hacia lo que nos dimos el gusto de imaginar, es el único ejercicio sano para los sentidos y que mantenga su apetito despierto. La vida de esas personas que por pereza o timidez van derechas, en coche, a casa de unos amigos a quienes conocieron sin haber soñado antes en ellos, y que no se atreven nunca a pararse en el camino junto a una cosa que desean, está teñida de tristísimo tedio.

3 comentarios:

Frodo dijo...

Muy bueno! Marcelito la tenía clara describiendo y analizando situaciones, muchas de esas cosas suelen pasar. La idea que tenemos de alguien y como va mutando (la idea y ese alguien) es uno de los pilares básicos de la filosofía frodiana.
Creo igual que este Marcelito se pasaba un poco de rosca. Analizaba demasiado ¿no?

Abrazo

Anónimo dijo...

hola volve a publicar! chau

Ale R dijo...

Volveré y seré posteos.