domingo, 8 de enero de 2012

Talkin' About Nick Hornby

Nick Hornby es un escritor inglés, muy exitoso, que nació en el año 1957.

01.- ¿Cómo lo conocí?
Creo que fue en el año 2000, en septiembre, un jueves. Salió una nota en Página 12 sobre su libro High Fidelity, que en realidad es de 1995, pero que había llegado por primera vez a Argentina. Me gustó mucho la nota (creo que había extractos del libro), y el domingo, de “casualidad”, entré a librería sin buscar ese libro, pero lo vi ahí, como esperándome, en una estantería, y lo compré.

El miércoles, cuando ya tenía el libro avanzado, me entero de otra “casualidad”: al día siguiente se estrenaba la película. Así que ese jueves me fui al cine, a una de las primeras funciones, y terminé el libro en el Showcenter de Haedo, media hora antes de entrar a ver la película. La vi, quedé fascinado, y me volví pensando que habían sido cuatro días intensivos de Nick Hornby. Hacía una semana ni lo había sentido nombrar, y ahora había leído y disfrutado muchísimo su primera novela, y quedado absolutamente conforme con su adaptación cinematográfica. ¡Jo! ¡Que de cachetazos al cerebro me había propinado esa novela! Y encima la película, cuando termina con esa canción hermosa de Stevie Wonder (I Believe), me volaba la cabeza. Unos años después fue el primer DVD que me compré.

02.- La Década
Durante esta década que nadie sabe cómo se llama, fui leyendo cada una de las novelas y ensayos de Nick Hornby a medida que iban saliendo o los iba encontrando. Los edita Anagrama, a precios muy caros, pero valen la pena. Sin embargo, nunca logré que una de sus novelas me gustase tanto como High Fidelity. Las novelas eran divertidas, llevaderas, agradables, pero no me pegaban cachetazos al cerebro. Solo encontré algo parecido en 31 Songs, un ensayo donde Hornby escribe sobre 31 canciones, pero como excusa para reflexionar sobre muchos aspectos de la vida. Las canciones elegidas no son las que más me gustan, pero el libro no tiene ni un renglón de desperdicio.

03.- Julieta Desnuda
Hasta que llegó Juliet, Naked, su última novela, y me recordó por qué me gustaba tanto. Acá Hornby retoma el tema de los enfermitos por la música, donde me siento muy identificado. Es dura esa identificación porque nos describe como patéticos, y sospecho que lo hace tan bien porque él mismo comparte este patetismo (High Fidelity me gustó tanto porque me sentía identificado con los tres que trabajaban en la disquería. Sí. Tengo algo de los tres.)

Esta gran novela, Juliet, Naked, trata sobre un músico llamado Tucker Crowe, que a mediados de la década del 80 compuso un disco llamado Juliet. Luego de hacer ese disco, se retiró sin nunca hacer un reportaje ni aparecer en ningún lado. Eso generó un moviento de culto entre sus fans, especialmente sobre el disco Juliet, que es considerado una obra maestra, a la manera de Blood On The Tracks de Bob Dylan, pero mejor (Blood On The Tracks es el que está lleno de frases gloriosas como: “Pero el gusto amargo todavía persiste desde la noche en que traté de hacer que se quedara.”) El disco Juliet también está basado en una ruptura amorosa que atormenta al artista y, según Wikipedia (aunque ya sabemos que Wikipedia tiene muchos errores):

En aquel tiempo recibía arrobadas críticas, pese a que las ventas eran sólo moderadas, y llegó a ocupar el número 29 en las listas de éxitos. Desde entonces, sin embargo, ha sido ampliamente reconocido por los críticos como un álbum de ruptura clásico parangonable a Blood on the Tracks de Dylan y al Tunnel oí Love de Springsteen. Juliet cuenta la historia de la relación de Crowe con Julie Beatty, una conocida belleza habitual en la escena social de principios de la década de los años ochenta, desde sus comienzos («And You Are?») hasta su amargo final («You and Your Perfect Life»), cuando Beatty volvió con su marido, Michael Posey. La cara B del álbum se considera una de las secuencias de canciones más atormentadas de la música popular.
NOTAS
Varios de los músicos que tocaron en el álbum han hablado del estado de fragilidad mental de Crowe durante la grabación de éste. Y Scotty Phillips ha contado cómo Crowe se acercó a él con un soplete oxiacetilénico antes del incendiario solo del guitarrista en «You and Your Perfect Life».
En una de sus últimas entrevistas, Crowe expresó su sorpresa ante el entusiasmo que había despertado el disco. «Sí, la gente no para de decirme que le encanta. Y no lo entiendo, la verdad. Para mí, es el sonido de alguien a quien le están arrancando las uñas. ¿A quién le interesa escuchar eso?»
Julie Beatty declaró en una entrevista de 1992 que ya no tenía ninguna copia de Juliet. «No la necesito en mi vida. Si quiero a alguien chinchándome durante cuarenta y cinco minutos, llamo a mi madre.»

Uno de los personajes del libro, se llama Duncan, y es un obsesionado con la obra de Tucker Crowe. Es ese tipo de persona patética que conozco bien (como si fuera yo) que considera que todos los otros son unos incultos, y que se obsesiona con determinadas obras.

Como bonus track de este post voy a transcribir el capítulo 2 de esta novela. En el mismo, la mujer de Duncan, Annie, recibe por correo un disco inédito de Tucker Crowe (los demos acústicos del disco Juliet), y no sabe si escucharlo o no. Lo hace y luego discute con su pareja al respecto. Creo que describe muy bien lo que es este libro.

04.- Acá incito a cometer un delito.

Los libros de Nick Hornby en castellano vienen de España, de la editorial Anagrama, y valen entre $ 150 y $ 200 cada uno. Yo te los podría prestar (de hecho, aprovecho para pedir que me devuelvan 2 que presté) y quizás alguna bilioteca los tenga. Pero también están a disposición para su descarga ilegal, con solo entrar a Google y perder como 2 minutos de tu vida. Después, con tu computadora o tu Smart Phone o tu tablet, lo podés leer poniéndole el tamaño de letra que te resulte cómodo. Te recomiendo que lo hagas, aunque sea un delito. Seguro que es mejor que leas ese libro, antes que nunca te gastes casi $ 200 para comprarlo. Quizás te guste demasiado y eso te lleve a comprar otros libros de Nick Hornby en el futuro. Seguro que Hornby ya es millonario y prefiere que lo leas así antes que nunca lo leas. Seguro que es mejor leer este libro que mirar el programa de jorge rial.

05.- Bonus Tracks I

Capítulo II del libro Juliet, Naked.

2

Annie fue pasando las fotografías de la carpeta del ordenador y empezó a preguntarse si su vida entera no habría sido una pérdida de tiempo. Ella no era -le gustaba pensar- una persona nostálgica, ni una ludita. Prefería su iPod a los viejos vinilos de Duncan, y disfrutaba con los centenares de canales de televisión entre los que elegir, y le encantaba su cámara digital. Sólo que antes, cuando tenías que ir a recoger tus fotografías a la tienda donde te las revelaban, nunca ibas hacia atrás en el tiempo. Revisadas las veinticuatro instantáneas de las vacaciones, de las que sólo siete eran medianamente buenas, las metías en un cajón y te olvidabas de ellas. Nunca tenías que compararlas con las de las otras vacaciones que habías tenido en los últimos siete u ocho años. Pero ahora Annie no pudo evitarlo. Cuando las cargabas o descargabas -o lo que fuera que se hiciera con ellas-, las fotos nuevas se colocaban al lado de las otras, y esa contigüidad inconsútil empezaba a deprimirla.
Míralos. Ese es Duncan. Esa es Annie. Ahí están Duncan y Annie. Ahí Annie, ahí Duncan, ahí Duncan, ahí Annie, ahí Duncan en un mingitorio haciendo como que echa una meada... Nadie debería tener niños sólo para que resulte más interesante la fototeca del ordenador. Además, no tener niños significaba que, si estabas en una actitud mentalmente negativa, podías llegar a la conclusión de que tus fotos eran un poco insulsas. Nadie se hacía mayor, ni crecía; no se celebraba ninguna fecha memorable, porque no la había. Duncan y Annie iban envejeciendo despacio, y engordando un poco. (Ella estaba siendo muy leal en esto. No había ganado ningún peso, según podía constatar.) Annie tenía amigas solteras que no habían tenido niños, pero sus fotos de las vacaciones -tomadas normalmente en lugares exóticos- no eran en absoluto aburridas; o, más bien, no mostraban a la misma pareja una y otra vez, muy a menudo con las mismas camisetas y gafas de sol, muy a menudo sentados junto a la misma piscina en el mismo hotel de la costa de Amalfi.
Sus amigas sin hijos al parecer conocían a gentes nuevas en sus viajes, gentes que se convertían en amigos. Duncan y Annie jamás habían hecho amigos en las vacaciones: a Duncan siempre le había aterrorizado el hecho de ponerse a hablar con alguien (no se les fuera a «pegar»). Una vez, instalado junto a la piscina del hotel, en la costa de Amalfi, Duncan vio que una persona estaba leyendo el mismo libro que él, una biografía relativamente oscura de un músico de soul o blues. Hay gente -la mayoría de la gente, posiblemente- que lo habría tomado como una feliz y nada habitual coincidencia merecedora de una sonrisa o un «hola», y quizá incluso de una copa y un intercambio de direcciones de e-mail. Duncan se fue directamente a su habitación, dejó el libro tirado y sacó otro, para que el otro lector no tuviera siquiera ocasión de dirigirle la palabra. Tal vez no era su vida entera lo que había sido una pérdida de tiempo; tal vez fueran sólo los quince años que había pasado con Duncan. ¡Un trozo de su vida, al menos, salvado! ¡El trozo que terminó en 1993! Las fotos de las vacaciones norteamericanas no le levantaron demasiado el ánimo. ¿Por qué había permitido que le sacaran una foto frente a una anticuada tienda de lencería en Queens, Nueva York, adoptando exactamente la misma pose que había adoptado Tucker para la carátula del álbum You and Me Both?
El súbito rechazo de Duncan de todo lo que tenía que ver con Tucker lo había hecho todo aún más falto de sentido. Annie le preguntó una y otra vez qué había pasado en la casa de Juliet, pero él se limitó a afirmar que llevaba ya un tiempo perdiendo interés por el asunto, y que la mañana en Berkeley había hecho aún más patente la ridiculez de todo aquello. Annie no se lo creyó. Se pasó todo el desayuno farfullando cosas sobre Juliet y estaba claramente molesta por algo que había pasado aquella tarde cuando vio a Duncan de vuelta en el hotel; todo parecía apuntar hacia un incidente similar al de los aseos de Min-neapolis, destinado a suscitar por siempre jamás en Internet delirantes especulaciones entre los croweólogos.
Cerró la carpeta de las fotografías y bajó al vestíbulo a recoger el correo, que seguía tirado en el suelo desde su llegada a casa aquella mañana. Duncan había recogido ya sus paquetes de Amazon, y no estaba interesado en ninguna otra cosa que pudiera ser para él, así que una vez que Annie hubo acabado de abrir sus cartas se puso a abrir las de él, por si acaso había algo que no debiera ir directamente a la basura para reciclar. Había una invitación a un simpósium para profesores de inglés, dos cartas para solicitar una tarjeta de crédito y un sobre de color castaño que contenía una carta y un CD metido en una de esas fundas de plástico transparente.
Querido Duncan (leyó Annie):
No he hablado contigo desde hace tiempo, pero tampoco ha habido demasiado de que hablar, ¿no? Vamos a sacar esto dentro de un par de meses, y he pensado que deberías ser uno de los primeros en escucharlo. ¿Quién lo sabía? Yo no, y me parece que tú tampoco. En cualquier caso, Tucker ha decidido que es el momento apropiado. Es la maqueta de los solos acústicos de todos los temas del álbum. Lo hemos titulado Juliet, Naked.1
Dime qué te parece, ¡y disfrútalo¡.
Con mis mejores deseos,
Paul Hill, jefe de Prensa, PTO Music
Annie tenía en las manos un nuevo disco de Tucker Crowe, y su excitación no era ni siquiera «vicaria», lo mismo que tampoco lo habría sido si a Duncan lo hubieran nombrado primer ministro. En los quince años de su relación, esto nunca había sucedido, y consecuentemente no sabía cómo reaccionar. Habría llamado a Duncan al móvil, pero el móvil de Duncan estaba allí, delante de ella, junto al hervidor de agua, conectado a la base de recarga. Y lo habría cargado al instante en su iPod, pero Duncan se lo había llevado a la escuela. (Ambos artilugios habían vuelto de las vacaciones con las baterías absolutamente esquilmadas. Uno de ellos había recibido atención inmediata, pero el otro había quedado olvidado hasta justo antes de que Duncan se fuera de casa.) Así que ¿de qué modo iba ella a dar cumplida cuenta del acontecimiento?
Sacó el CD de su funda de plástico y lo puso en el reproductor portátil que tenían en la cocina. Pero en lugar de apretar el botón de play su dedo planeó sobre él durante un instante. ¿Podía ella escucharlo antes que él? Era uno de esos momentos en una relación -y había muchos de ellos en la suya, bien sabía Dios- que le parecerían absolutamente inocuos a alguien ajeno, pero que estaban preñados de sentido y de agresividad. Annie se imaginaba contándole a Ros en el trabajo que Duncan se había puesto como una fiera porque ella había escuchado el CD nuevo cuando él no estaba en casa, y Ros se habría quedado, como es lógico, espantada e indignada. Pero no le contaría toda la historia. Le contaría la versión que le convenía, y omitiría el contexto. Y, por supuesto, sería legítimo sentir desconcierto y agravio si ella no lo entendiera, pero Annie conocía a Duncan demasiado bien. Ella lo entendía. Sabía que poner aquel CD era un acto de pura hostilidad, por mucho que nadie que estuviera mirando por la ventana pudiera verla.
Volvió a meter el CD en su funda y se preparó un café. Duncan sólo había ido a la escuela a recoger su horario de clases para el nuevo curso, así que volvería dentro de menos de una hora. Oh, esto es ridículo, pensó; o, mejor, se dijo a sí misma, porque decirse las cosas a uno mismo era un modo más «autoconsciente» de comunicación con uno mismo, y, por ende, un modo más eficiente de mentir que el de sólo pensarlo. ¿Por qué no podía ella poner una música que casi con toda seguridad iba a gustarle mientras hacía cosas en la cocina? ¿Por qué no fingía que Duncan era una persona normal y que mantenía una relación sana con las cosas que le gustaban? Volvió a poner el CD en el aparato reproductor, y esta vez apretó el play. Y empezó a prepararse para oír las frases iniciales de la refriega por venir.
Para empezar, estaba tan trastornada por el acto mismo de haber puesto el CD, por la traición que ello implicaba, que se olvidó de escuchar la música: estaba demasiado ocupada pergeñando sus réplicas. «Sólo es un CD, Duncan.» «No sé si te habrás dado cuenta alguna vez, pero me parezco bastante ajuliet.» (Ese «bastante»..., tan inocente y de pasada, y sin embargo tan hiriente. O eso esperaba.) «¡Ni se me pasó por la cabeza que no tuviera permiso para escucharlo!» «¡Oh, no seas tan infantil!» ¿De dónde le nacía ese malestar? No era que su relación fuera en aquel momento más precaria de lo que lo había sido en el pasado. Pero ahora podía ver que albergaba un montón de resentimiento en algún rincón de sí misma, y que ese resentimiento estaba vivo, inquieto, en incesante búsqueda de una ventana abierta -por mínima que ésta fuera-. La última vez que se había sentido así fue en la época en que había compartido casa en la Universidad, cuando se vio a sí misma montando trampas ridiculamente complicadas y que requerían mucho tiempo para atrapar a una compañera de apartamento de la que sospechaba que le robaba las galletas. Le llevó algún tiempo comprender que las galletas no eran realmente lo importante, y que, de alguna forma, sin que ella fuera consciente de ello, había llegado a odiar a aquella compañera -su codicia, su suficiencia, su cara y su bata-. ¿Le estaba sucediendo ahora lo mismo? Juliet, Naked era algo a un tiempo tan libre de culpa y tan incendiario como una galleta de chocolate.
Al final se las arregló para dejar de preguntarse si odiaba a aquel con quien compartía su vida y ponerse a escuchar el CD. Y lo que oyó fue exactamente lo que podía haber imaginado que oiría si hubiera leído acerca de Juliet, Naked en un periódico: era Juliet, pero sin ninguna de las partes buenas. Pero eso, seguramente, no era justo. Aquellas adorables melodías estaban allí, intactas, y era obvio que Crowe había escrito la mayoría de las letras, aunque a un par de temas les faltaba el estribillo. Pero todo era tan vacilante, tan exento de adornos..., como escuchar a alguien de quien nunca has oído hablar que se sube al escenario durante la pausa del almuerzo en un festival de folk. Aún no había realmente música en todo aquello, ni violines, ni guitarras eléctricas, ni ritmo, ni nada de la textura o el detalle que seguía reservando sorpresas -incluso después de todo este tiempo-. Y tampoco había ira en lo que oía, ni dolor. Y si hubiera seguido siendo profesora, les habría puesto a sus alumnos de últimos años de secundaria los dos álbumes seguidos, para que pudieran entender lo que ese arte pretendía. Por supuesto, Tucker Crowe sufría cuando compuso Juliet, pero no podía entrar en tromba en un estudio de grabación y empezar a chillar a voz en cuello. Habría sido un gesto demente y patético. Tuvo que calmar su rabia, domarla y darle forma, a fin de ajustaría a las medidas ceñidas de los temas. Luego tuvo que aderezarla para que sonara más genuina. Juliet, Naked mostraba cuan inteligente era Tucker Crowe, pensó Annie. Cuan taimado. Pero sólo por todas las cosas que faltaban, no por cualquiera de las que pudieran escucharse en el álbum.
Annie oyó que se abría la puerta principal cuando escuchaba «Blood Ties», la antepenúltima canción. En realidad no había estado ordenando nada en la cocina mientras disfrutaba de la música, pero ahora se afanó rápidamente en varios quehaceres, y la propia pretensión de estar haciendo muchas cosas era en sí misma una forma de traición: ¡Sólo he puesto un CD! ¡No es tan tremendo!
-¿Qué tal la escuela? -le preguntó al verlo entrar-. ¿Ha sucedido algo mientras estábamos fuera?
Pero él ya no la escuchaba. Estaba de pie, quieto, con la cabeza dirigida hacia los altavoces como si fuera un perro.
-¿Qué...? Espera. No me lo digas. ¿Ese programa de radio pirata de Tokio? ¿El solo acústico? -Y luego, con pánico creciente-: Entonces no tocó «Blood Ties»...
-No, es...
-Chsss...
Ambos escucharon unos cuantos compases. Annie vio su confusión y empezó a disfrutar de la situación.
-Pero esto... -Duncan volvió a interrumpirse-. Es... No es nada...
Annie se echó a reír a carcajadas. ¡Pues claro! Si Duncan nunca lo había oído, lo único que podía hacer era negar su existencia.
-Quiero decir que sí, que es algo, pero... Me rindo.
-Juliet, Naked, se titula.
-¿Cómo se titula?
Más pánico. Su mundo se descolgaba sobre su eje, y él se deslizaba hacia fuera.
-Este álbum.
-¿Qué álbum?
-El que estamos escuchando.
-¿Este álbum se titula Juliet, Naked?
-Sí.
-No hay ningún álbum titulado Juliet, Naked.
-Ahora sí.
Cogió la nota de Paul Hill y se la tendió. Él la leyó, la volvió a leer, la leyó por tercera vez.
-Pero estaba dirigida a mí. Has abierto mi correo.
-Siempre abro tu correo -dijo ella-. Si no abro tu correo, se queda sin abrir para siempre.
-Abro las cartas interesantes.
-Dejaste ésta porque te pareció anodina.
-Pero no es anodina.
-No. Pero he tenido que abrirla para saberlo.
-No tenías derecho -dijo Duncan-. Y luego... lo has puesto... No puedo creerlo.
Annie no tuvo ocasión de lanzarle ninguno de los dardos que tenía planeados. Duncan fue hasta el reproductor de CD, sacó el disco y salió de la cocina.
La primera vez que Duncan vio cómo aparecían en la pantalla del ordenador los nombres de los temas del CD que acababa de poner en la bandeja, sencillamente no podía creérselo. Era como si estuviera viendo a un mago que poseyera de verdad poderes mágicos, y no tenía sentido buscar una explicación del truco, porque no existía ningún truco -o, mejor, ninguno que él pudiera llegar a comprender-. Al poco de esto, la gente del tablón de mensajes de Internet empezó a mandarle canciones adjuntas en los e-mails, lo cual se le antojó igual de misterioso, pues significaba que la música grabada no era en absoluto -como él había creído siempre- una cosa: un CD, un disco de plástico, una bobina de cinta. Era algo que podía reducirse a su esencia, y su esencia era literalmente intangible. Esto -por lo que a él se refería- hacía la música mejor, más bella, más misteriosa. La gente que conocía su relación con Tucker imaginaba que era un nostálgico del vinilo, pero la nueva tecnología había hecho que su pasión fuera más romántica, no menos.
Andando el tiempo, sin embargo, había llegado a detectar que la nueva brujería adolecía de cierta deficiencia enojosa en lo referente a la búsqueda de títulos. Cuando metía un CD en el ordenador portátil, no podía evitar imaginar que quienquiera que estuviera en el ciberespacio registrando sus gustos musicales los juzgaría anodinos y demasiado amoldados a los gustos mayoritarios. Nadie era capaz de cogerle desprevenido. Duncan visualizaba a un Neil Armstrong del siglo XXI con un casco provisto de auriculares Bang and Olufsen, flotando alrededor de un medio muy parecido al espacio de antaño (salvo en el hecho de ser aún más ininteligible y de contener claramente mucha más pornografía), pensando: Oh, no, otra de ésas no. Pídeme algo más difícil. Pídeme algo que me deje anonadado unos segundos, algo que me mande volando a la biblioteca de consulta cibernética. Aveces, cuando el ordenador hacía un runrún más largo de lo habitual, Duncan tenía la sensación de haber planteado algún tipo de reto; pero un día, cuando estaba cargando el catálogo del iPod con su música preferida, éste había tardado casi tres minutos en dar con los títulos de Abbey Road, y vio claramente que los retrasos de este tipo se debían a una mala conexión o algo parecido, y no a que Neil Auriculares estuviera fuera de juego. Así que sólo desde hacía muy poco Duncan disfrutaba realmente de las raras ocasiones en que Neil no podía ayudarle, y entonces tenía que rellenar los títulos él mismo, por tediosa que fuera esta tarea. Significaba que se hallaba fuera de las sendas trilladas, y que se había adentrado en la jungla musical. Neil Auriculares nunca había oído hablar de Juliet, Naked, lo cual era un consuelo. A Duncan se le habría antojado insoportable el que la información le hubiera venido sin ningún esfuerzo de nadie, como en el caso de haber sido la septingentésima persona que pedía tal título ese día.
No quería escuchar Juliet, Naked en aquel momento. Estaba demasiado furioso; con Annie y, más oscuramente, con el propio álbum, que parecía pertenecerle a ella más que a él mismo. Así que dio las gracias por el tiempo que le llevó obtener los títulos de los temas (se arriesgó a que la lista de títulos de Naked, como empezaba a acostumbrarse a llamar al nuevo CD, fuera la misma que la del álbum original; la última canción, que era muy larga, seis minutos incluso en la demo, sugería que así era), y por el hecho de que su aparato «inhalase» la música a su interior.
¿En qué estaba pensando Annie? Quería encontrar una interpretación benévola de su conducta, pero no encontraba ninguna. Era malevolencia, pura y simple. ¿Por qué, de pronto, le odiaba tanto? ¿Qué le había hecho él?
Enchufó el iPod, transfirió el CD con una presión del dedo y un golpe de muñeca aún milagrosos, cogió la chaqueta del pasamanos del pie de la escalera y salió de casa.
Fue hasta el paseo marítimo. Había crecido en las afueras de Londres, y seguía sin poder acostumbrarse a la idea de que el mar estaba a cinco minutos a pie de su casa. No era un gran mar, por supuesto, si lo que se quería era un mar que contuviera hasta el más leve matiz de azul o verde; aquel mar parecía limitarse a una imaginativa gama de grises y negros, con alguna que otra pincelada de pardo enlodado. Las condiciones meteorológicas, con todo, eran las ideales para sus propósitos. Las olas se lanzaban contra la orilla una y otra vez, como un odioso y especialmente estúpido pitbull, y los turistas que, inexplicablemente, habían elegido aquel destino en lugar de volar al Mediterráneo por treinta libras parecían todos de duelo aquella mañana. Las cosas falsas nunca han sido más patéticas que en esto. Compró un café instantáneo en el kebab del muelle y se sentó en un banco de cara al mar. Estaba preparado.
Cuarenta y cinco minutos después, se hurgaba en los bolsillos en busca de algo que pudiera utilizar como pañuelo cuando una mujer de mediana edad se acercó a él y le tocó el brazo.
-¿Necesita a alguien con quien hablar? -dijo con delicadeza.
-Oh. Gracias. No, no, estoy bien.
Se tocó la cara: había estado llorando con más desconsuelo de lo que pensaba.
-¿Está seguro? No da la impresión de estar bien.
-No, de veras... Es que he... Acabo de tener una experiencia emocional muy intensa. -Alargó uno de los auriculares del iPod, como si ello lo explicara todo-. Con esto.
-¿Está llorando por la música?
La mujer lo miró como si Duncan fuera una especie tic pervertido.
-Bueno, no lloro por la música. No creo que ésa sea la preposición correcta.
La mujer sacudió la cabeza y se alejó.
Escuchó el álbum entero otras dos veces sentado en el banco, y luego echó a andar hacia casa oyéndolo por tercera vez. Una precisión sobre el gran arte: te hace amar más a la gente, perdonarle sus pequeñas transgresiones. Si te ponías a pensarlo, funcionaba de la misma forma que se suponía que tenía que funcionar la religión. ¿Qué importaba que Annie hubiera escuchado el CD antes que él? ¡La cantidad de gente que había escuchado el álbum original antes de que él lo descubriera! ¡La cantidad de gente que había visto Taxi driver antes que él, si se iba al caso! ¿Atenuaba eso el impacto? ¿Hacía menos suya la obra? Quería volver a casa, abrazar a Annie y hablar de una mañana que él no olvidaría jamás. También quería escuchar lo que ella tenía que decir al respecto. Tenía en gran estima sus juicios sobre el trabajo de Crowe -a veces podía ser sorprendentemente sagaz, pese a lo reacia que era a embeberse por entero en el asunto-, y Duncan quería preguntarle si había percibido las mismas cosas que él: la ausencia de estribillo en «The Twentieth Cali of the Day», por ejemplo, lo que confería a la canción una inclemencia y un aborrecimiento de uno mismo imposibles de detectar en su versión «acabada». (Daría a escuchar esta versión a cualquiera que osara venirle con la vieja cantinela de que Crowe era el Dylan de los pobres. «The Twentieth Cali of the Day», a juicio de Duncan, era «Positively Fourth Street», pero con más peso y textura. Y Tucker sabía cantar.) ¿Y quién habría pensado que «And You Are?» podría sonar tan aciaga? En Juliet era una canción sobre dos personas que conectan inmediatamente; dicho de otro modo, no era más que una canción de amor (pero muy bonita); un día soleado antes de que las tormentas psíquicas empezaran a llegar desde el mar. Pero en Juliet, Naked era como si los amantes estuvieran en un pequeño retazo de sol que se iba haciendo más y más pequeño mientras hablaban por primera vez. Podían ver ya el trueno y la lluvia, lo que en cierto modo hacía al álbum más completo, más coherente. Era una tragedia genuina, en la que el sino a punto de sobrevenirles se atisbaba desde el principio. La palmaria contención de «You and Your Perfect Life», por su parte, confería al tema una fuerza asombrosa que se veía atenuada por el histrionismo de la versión de rock and roll.
Cuando llegó a casa Annie estaba todavía en la cocina, sentada a la mesa con una taza de café, leyendo el Guardian. El llegó por detrás y la abrazó, probablemente durante más tiempo del que a ella pudo resultarle agradable.
-¿A qué viene esto? -dijo Annie, con cariño moderado pero resuelto-. Creía que estabas enfadado conmigo.
-Lo siento. Estúpido. Mezquino. ¿Qué más da quién lo haya oído antes?
-Lo sé. Tendría que haberte advertido de que era un poco deprimente. Pero pensé que te enfadarías aún más.
Duncan sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Soltó a Annie, aspiró el aire, esperó a que el impacto se diluyera un poco antes de volver a hablar.
-¿No te ha gustado?
-Bueno, no está mal. Comedidamente interesante, si has escuchado la otra versión. No creo que vuelva a ponerla. ¿Qué piensas tú?
-Creo que es una obra maestra. Creo que borra del mapa la anterior. Y como la otra es mi álbum preferido de todos los tiempos...
-¿No estarás hablando en serio?
-¡Deprimente! ¡Dios mío! ¿Qué más es deprimente para ti? ¿El rey Lear? ¿La tierra baldía?
-No sigas por ahí, Duncan. Siempre pierdes la facultad de argumentar cuando te enfureces.
-Y estoy enfurecido, en tu opinión...
-No, pero... No nos estamos peleando. Estamos intentando debatir sobre..., ya sabes, una obra de arte.
-No, según tú. Según tú estamos intentando debatir sobre una mierda.
-Ya empiezas. Tú crees que es El rey Lear, y yo creo que es una mierda... Cálmate, Duncan. A mí me encanta el otro disco. Y creo que la mayoría de la gente va a estar de acuerdo conmigo.
-Oh, la mayoría de la gente. Todos sabemos lo que la mayoría de la gente piensa de las cosas. La sabiduría de las putas masas. Cristo. La mayoría de la gente prefería comprar un álbum de un enano bailarín de un reality show.
-Duncan Mitchell, el gran populista.
-Soy sólo... Me has decepcionado tanto, Annie. Creía que eras mejor que todo esto.
-Ah, sí. Es el paso siguiente. Se convierte en un fallo moral mío. Una debilidad de mi carácter.
-Siento decir que es exactamente eso. Si no logras percibir nada en este...
-¿Qué? Por favor. Dímelo. Me encantaría saber qué es lo que tendría que percibir.
-Lo de siempre.
-¿Y qué es lo de siempre?
-Lo de siempre..., no sé. Eres una tarada.
-Gracias.
-No he dicho que seas una tarada. He dicho que si no puedes percibir nada en este álbum eres una tarada.
-Pues no puedo.
Duncan se fue de casa, y volvió con su iPod al banco que daba al mar.
Pasó como una hora antes de que se le ocurriera siquiera pensar en la página web. Si se daba prisa, sería el primero en hablar de aquel CD. O, mejor aún: ¡sería el primero en alertar de su existencia a la comunidad de fans de Crowe! Había escuchado Juliet, Naked cuatro veces, y tenía pensadas ya un montón de cosas que quería decir sobre el nuevo álbum. En todo caso, cualquier demora por su parte suponía un gran riesgo de perder esa ventaja. No creía que Paul Hill hubiera contactado aún con nadie más del tablón de mensajes, pero sin duda se habrían echado copias en todo tipo de buzones aquella misma mañana. Tenía que volver a casa, por grande que fuera la animadversión que sentía contra Annie.
Trató de evitarla, de todas formas. Estaba en la cocina hablando por teléfono, probablemente con su madre o su hermana. (¿Y quién iba a querer hablar con alguien de la familia nada más volver de vacaciones? ¿No probaba eso algo? Aunque no estaba muy seguro de qué podría ser ese algo. Pero tenía la impresión de que alguien tan vinculado aún con su familia -con la niñez, en esencia-difícilmente sería capaz de responder a las duras verdades del universo adulto generosamente diseminadas a lo largo de los diez temas de Juliet, Naked. Tal vez conseguiría captarlo algún día, pero estaba claro que aún faltaban varios años para eso.)
El despacho compartido estaba en el descansillo de media vuelta. El agente inmobiliario que les vendió la casa tenía la certeza inexplicable de que un día utilizarían aquella habitación mínima como cuarto de bebé, antes de decidir mudarse fuera de la ciudad y comprarse una casa con jardín. Luego venderían esa casa a otra pareja que, llegado el momento, haría lo mismo. Duncan se había preguntado si el hecho de no tener hijos era una reacción directa a la deprimente predictibilidad de todas las cosas, si aquel agente inmobiliario -inadvertida pero efectivamente- no había tomado la decisión por ellos.
Ahora era lo opuesto a un cuarto de niños. En él había dos ordenadores portátiles, colocados uno junto a otro en una mesa de trabajo, dos sillas, una máquina que convertía discos de vinilo en archivos mp3, y unos dos mil CD, incluidos los piratas de todos y cada uno de los conciertos de Tucker Crowe desde 1982 hasta 1986 (con excepción del de septiembre de 1984 en el KB de Malmö, Suecia, que, extrañamente, nadie parecía haber grabado, lo que ha venido siendo una espina para todos los estudiosos serios de Crowe, ya que, según una fuente sueca habitualmente fiable, fue la noche en que Tucker Crowe ofreció una versión que jamás volvería a repetir de «Love Will Tear Us Apart»). Apartó los estados de cuenta del banco y demás correo que Annie había abierto y colocado al lado de su portátil para que los viera, abrió un documento nuevo en el procesador de textos y empezó a teclear. Escribió tres mil palabras en menos de dos horas y las envió a la página poco después de las cinco de la tarde. A las diez de la noche había ciento sesenta y tres comentarios de fans de once países.
Al día siguiente, comprobó que se había pasado un poco. «Juliet, Naked significa que todo lo demás que hay grabado de Tucker ha quedado de pronto un poco empalidecido, un poco acicalado, un poco "digerido"... Y si así es como afecta al trabajo de Crowe, imaginad cómo afectará al trabajo de todos los demás.» No había querido entrar en discusiones sobre los méritos respectivos de James Brown, o de los Stones, o de Frank Sinatra. Se había querido referir a sus pares, a los cantantes-compositores de su talla, por supuesto, pero quienes se lo toman todo en sentido literal no habían querido entenderlo en tal sentido. «Esta versión de "You and Your Perfect Life" hace que la versión que uno conoce bien suene como salida de un álbum de Westlife...» Si hubiera esperado un poco, habría comprobado que la versión «vestida» (Juliet, inevitablemente, había pasado a conocerse como Vestida, para distinguirla de inmediato de Juliet, Naked), tras la conmoción primera, reafirmaba bastante cómodamente su superioridad frente a la versión «desnuda». Y le gustaría no haber mencionado en absoluto a Westlife, al ver que algunos fans acérrimos de este grupo se habían topado con esta referencia y se habían pasado el día enviando mensajes obscenos al tablón de la página.
En su ingenuidad, no había esperado realmente la cólera de nadie. Pero luego se imaginó a sí mismo curioseando en la página en busca de un poco de cotilleo -la noticia de una entrevista con el tipo que hizo la carátula del EP, por ejemplo-, y descubriendo que había todo un álbum nuevo que él no había escuchado. Habría sido como encender el televisor para ver el parte meteorológico local y enterarse de que el cielo se estaba viniendo abajo. No le habría hecho ninguna gracia, y ciertamente no habría querido leer ninguna crítica escrita por algún cabrón pagado de sí mismo. Habría odiado al crítico, con seguridad, y probablemente habría decidido en aquel mismo momento que el álbum en cuestión no era nada bueno. Empezó a temer que su extasiada alabanza hubiera podido hacer a Naked un mal servicio: ahora nadie -ningún fan genuino, en cualquier caso, y era difícil imaginar que el asunto pudiera importarle a mucha otra gente- podría escuchar el álbum sin prejuicios. Oh, qué complicado era... amar el arte. Entrañaba muchísima más mala voluntad de lo que uno hubiera imaginado. Las respuestas que más le interesaron le llegaron vía e-mail, firmadas por los croweólogos que él conocía bien. El de Ed West decía, sencillamente: «Que me den por culo. Dame. Ahora.» Geoff Oldfield decía (con innecesaria crueldad, pensó Duncan): «Este, amigo mío, ha sido tu momento estelar. Nada así de bueno volverá a sucederte jamás.» John Taylor se decantó por una cita de «The better Man»: «La suerte es una enfermedad, / no la quiero cerca de mí.» Confeccionó una lista de direcciones y empezó a enviar a ellas todos los temas, uno por uno. A la mañana siguiente, un puñado de hombres de edad mediana lamentarían haberse ido a la cama demasiado tarde.


06.- Bonus Track II

Fragmentos del libro 31 Songs, donde habla de la canción Thunder Road de Bruce Springsteen & The E Street Band.

Recuerdo estar escuchando esta canción en 1975 y que me encantaba; recuerdo estar escuchando esta canción y que me encantaba casi lo mismo hace muy poco, hace unos pocos meses. (Y sí, estaba en un coche, aunque probablemente no iba conduciendo y seguro que no conducía por ninguna autopista de peaje ni carretera ni autovía y el viento no me alborotaba el cabello porque no tengo ni un descapotable ni cabellos. No es esa versión de Springsteen.) Así que llevo ya un cuarto de siglo adorando esta canción, y la he oído más que ninguna otra, con la posible excepción de… ¿A quién quiero engañar? No hay otras aspirantes.

Pero algunas veces, muy de cuando en cuando, canciones, libros, películas y fotografías expresan a la perfección lo que tú eres. Y no lo hacen necesariamente con palabras o imágenes: la conexión es mucho menos directa y más complicada que eso. Cuando estaba empezando a escribir en serio, leí «Reunión en el Restaurante Nostalgia» de Anne Tyler y de golpe supe qué era yo y qué quería ser, para lo bueno y para lo malo. Es un proceso parecido al de enamorarse. No eliges necesariamente a la persona mejor, ni a la más sensata, ni a la más guapa; persigues otra cosa. Había una parte de mí que más bien se hubiera enganchado de Updike, o Kerouac, o DeLillo, de alguien masculino, por lo menos, o tal vez de alguien un poco más opaco, y desde luego alguien que utiliza más tacos, y aunque todos ésos son escritores a los que he admirado en diferentes etapas de mi vida, la admiración es una cosa muy distinta de la clase de transferencia a la que me refiero.

Así que, aunque no soy americano, ni ya muy joven, odio los coches y puedo comprender por qué tanta gente encuentra a Springsteen histriónico y grandilocuente (pero no por qué lo encuentran machista o patriotero o tonto: este tipo de juicios ignorantes ha atormentado a Springsteen durante la mayor parte de su carrera, y provienen de unos listos que en realidad son mucho más tontos de lo que él ha sido jamás), «Thunder Road» logra de alguna forma hablar por mí. Esto es, en parte -y quizás para mi bochorno-, porque un montón de canciones de Springsteen de ese período hablan de hacerse famoso, o por lo menos de alcanzar cierto reconocimiento público por medio del arte: si el último verso de la canción dice: «Me largo de aquí para vencer», ¿qué otra cosa podemos pensar salvo que ha vencido, simplemente gracias a cantar la canción, noche tras noche, ante una cantidad de gente cada vez mayor?

Y, naturalmente -y que nadie diga lo contrario-, si sueñas con llegar a ser escritor, también hay versiones turbias y asquerosas de la fama unidas a esos sueños; «Thunder Road» era mi respuesta a cada carta de rechazo que recibía, a cada duda expresada por amigos o parientes. Vivían en ciudades para perdedores, me decía, y yo, como Bruce, me largaba de allí para vencer.
(…)
Ayudaba mucho que, según pasaba el tiempo y yo no daba ninguna señal de largarme a ningún sitio y desde luego no a la velocidad que insinuaba la canción, «Thunder Road» hacía referencia a la edad, y así se adaptaba a esa falta de impulso hacia adelante. «Así que  tienes miedo y piensas que quizá ya no somos tan jóvenes», cantaba Bruce, y esa frase me ayudaba incluso cuando ya había empezado a dudar si había alguna magia en la noche: seguí pensando que no era ya tan joven durante mucho, mucho tiempo -décadas, en realidad- e incluso hoy prefiero interpretarlo como una nostálgica observación de madurez más que como el miedo agudo que viene con el final de la juventud.
Puede ser que la razón por la que «Thunder Road» se mantiene para mí es que, a pesar de su energía y volumen y coches veloces y cabellos, consigue de algún modo sonar a elegía, y cuando más viejo me hago más puedo escucharla. Y si es cuestión de eso, supongo que también yo creo que la vida es algo trascendental y triste pero que no destruye toda esperanza, y puede que eso me convierta en un depresivo que exagera su papel o puede que en un idiota feliz, pero en cualquier caso «Thunder Road» sabe cómo me siento y quién soy, y eso, en definitiva, es uno de los consuelos del arte.



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