miércoles, 7 de marzo de 2012

La Renga Me Da Una Lección



A fines de la década del 70, cuando tenía 7 años y pasaba mucho tiempo en la vereda, solía pasar por Ituzaingó entre Humberto y Alsina una Renga. Era rubia, alta, narigona, de anteojos, y tenía un zapato con una plataforma de 20 centímetros y el otro normal. Caminaba levantando la pierna izquierda como todos, y la derecha a muy lenta velocidad.

Un mediodía, se me ocurrió gritarle algo hiriente (quizás “Renga pata de palo”), o reírme de ella, con la mala (o buena) suerte que justo salía mi vieja de mi casa y me escuchó.
Mi vieja puso el grito en el cielo, exigiéndome que pida disculpas. La Renga se había parado a contemplar la escena. Asustado por la reacción de mi mamá, entendiendo que me había mandado una cagada más grande de lo que imaginaba, me acerqué con timidez a la Renga para ver que me salía. No me salía nada, no se me ocurría ninguna forma de disculparme, me había bloqueado. La Renga me acarició la cabeza y dijo que no era nada, mientras yo miraba de reojo su zapato con plataforma. Mi vieja seguía insistiendo con la disculpa, pero la Renga le dijo que no se preocupe, que yo era chiquito, que ella entendía. Creo que se dio cuenta que yo me había bloqueado y que era tan boludo que ni siquiera sabía disculparme. Se sintió disculpada con mi cara de asustado.


Esa noche, por supuesto, me comí el gran sermón durante la cena familiar. Todavía exaltada, mi vieja me cagó a pedos durante toda la cena, tratando que yo entendiese que burlarse de la gente con capacidades diferentes estaba mal. Yo comprendía mi error, sin embargo no estaba tan conmovido ni arrepentido. Viéndolo en retrospectiva, creo que lo que pasó fue que mi “burla” fue una expresión de miedo ante lo diferente, en lugar de una búsqueda de ofender a otra persona, aunque en ese momento no lo entendía.

Lo que sí me conmovió fue lo que pasó unos días más tarde. Estaba otra vez en la vereda y vi que la Renga venía caminando con su paso lento. Salí corriendo para esconderme atrás de un tapialcito, por la vergüenza que sentía. Sin embargo, la Renga me vio y me llamó. Yo no quería salir de mi escondite, pero la Renga insistía en que salga. Aunque su tono era amistoso, yo imaginaba que me quería pegar con su zapato de plataforma. Cuando estaba a punto de largarme a llorar ante ese callejón sin salida, la Renga sacó de su cartera una bolsa de caramelos y me dijo que me los había traído para mí, para regalármelos. Me dijo que quería ser mi amiga. Me acerqué con timidez, agarré la bolsita y salí corriendo. Creo que no le dije ni gracias, no por ser maleducado sino porque me había bloqueado de nuevo. La Renga me había pegado un cachetazo al cerebro. Ese gesto sí me conmovió.

Encima, eran unos caramelos buenísimos, un antecedente de los Cremino pero con más contundencia y envoltorio celeste. Eran una masa. Cuando se los mostré a mi vieja, me volvió a cagar a pedos, me dijo que no me los merecía y que no debería permitirme comérmelos, pero me hice el boludo para guardármelos y manducármelos solito. Aunque en el jardín de infantes me habían enseñado la importancia de compartir, todavía no había asimilado esa lección. Recién mientras me los estaba comiendo, sentí culpa por todo lo que había pasado.

Más de quince años después, cuando La Renga, el grupo de rock de Mataderos, comenzó a tocar seguido en Obras con entradas a solo $ 10, y toda la gente cantaba “Vamo' La Renga con huevos vaya al frente / que te lo pide toda la gente”, yo cantaba eso en el medio del pogo, y me acordaba con cariño de la Renga de los caramelos.

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