A fines de la década del
70, cuando tenía 7 años y pasaba mucho tiempo en la vereda, solía
pasar por Ituzaingó entre Humberto y Alsina una Renga. Era rubia,
alta, narigona, de anteojos, y tenía un zapato con una plataforma de
20 centímetros y el otro normal. Caminaba levantando la
pierna izquierda como todos, y la derecha a muy lenta velocidad.
Un mediodía, se me
ocurrió gritarle algo hiriente (quizás “Renga pata de palo”), o
reírme de ella, con la mala (o buena) suerte que justo salía mi
vieja de mi casa y me escuchó.
Mi vieja puso el grito en el
cielo, exigiéndome que pida disculpas. La Renga se había
parado a contemplar la escena. Asustado por la reacción de mi mamá,
entendiendo que me había mandado una cagada más grande de lo que
imaginaba, me acerqué con timidez a la Renga para ver que me salía.
No me salía nada, no se me ocurría ninguna forma de disculparme, me
había bloqueado. La Renga me acarició la cabeza y dijo que no era
nada, mientras yo miraba de reojo su zapato con plataforma. Mi vieja
seguía insistiendo con la disculpa, pero la Renga le dijo que no se
preocupe, que yo era chiquito, que ella entendía. Creo que se dio
cuenta que yo me había bloqueado y que era tan boludo que ni
siquiera sabía disculparme. Se sintió disculpada con mi cara de asustado.
Esa noche, por supuesto,
me comí el gran sermón durante la cena familiar. Todavía exaltada,
mi vieja me cagó a pedos durante toda la cena, tratando que yo
entendiese que burlarse de la gente con capacidades diferentes estaba
mal. Yo comprendía mi error, sin embargo no estaba tan conmovido ni
arrepentido. Viéndolo en retrospectiva, creo que lo que pasó fue
que mi “burla” fue una expresión de miedo ante lo diferente, en
lugar de una búsqueda de ofender a otra persona, aunque en ese
momento no lo entendía.
Lo que sí me conmovió
fue lo que pasó unos días más tarde. Estaba otra vez en la vereda
y vi que la Renga venía caminando con su paso lento. Salí corriendo
para esconderme atrás de un tapialcito, por la vergüenza que
sentía. Sin embargo, la Renga me vio y me llamó. Yo no quería
salir de mi escondite, pero la Renga insistía en que salga. Aunque
su tono era amistoso, yo imaginaba que me quería pegar con su zapato
de plataforma. Cuando estaba a punto de largarme a llorar ante ese
callejón sin salida, la Renga sacó de su cartera una bolsa de
caramelos y me dijo que me los había traído para mí, para
regalármelos. Me dijo que quería ser mi amiga. Me acerqué con
timidez, agarré la bolsita y salí corriendo. Creo que no le dije
ni gracias, no por ser maleducado sino porque me había bloqueado de
nuevo. La Renga me había pegado un cachetazo al cerebro. Ese gesto
sí me conmovió.
Encima, eran unos
caramelos buenísimos, un antecedente de los Cremino pero con más
contundencia y envoltorio celeste. Eran una masa. Cuando se los
mostré a mi vieja, me volvió a cagar a pedos, me dijo que no me los
merecía y que no debería permitirme comérmelos, pero me hice el boludo
para guardármelos y manducármelos solito. Aunque en el jardín de
infantes me habían enseñado la importancia de compartir, todavía
no había asimilado esa lección. Recién mientras me los estaba
comiendo, sentí culpa por todo lo que había pasado.
Más de quince años
después, cuando La Renga, el grupo de rock de Mataderos, comenzó a
tocar seguido en Obras con entradas a solo $ 10, y toda la gente
cantaba “Vamo' La Renga con huevos vaya al frente / que te lo pide
toda la gente”, yo cantaba eso en el medio del pogo, y me acordaba
con cariño de la Renga de los caramelos.
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